El domingo en el que fuimos felices

El segundo partido de la final Pumas vs Tigres, la noche del domingo, no fue una joya del futbol sino un juego raro, como eran los partidos hace veinte años: centros a la olla en espera de un rebote azaroso o de que alguien surgiera de la nada para rematar.  Nada de construcciones complejas formadas por trazos perfectos que se suceden de manera cubista hasta culminar en el milagro de un gol marca Messi.

Pero entonces, en el segundo tiempo, sucedió lo increíble: con más garra, coraje y corazón que orden y cabeza, los Pumas, que habían regresado sepultados de Monterrey por un demoledor 3-0, anotaron un gol oportuno un minuto antes de que terminara el primer tiempo, otro al inicio del segundo y unos minutos después empataron el marcador a tres.

Solo entonces el Tuca Ferreti decidió mandar a sus muchachos al frente y cayó el primer gol de los Tigres. El estadio rugiente calló, se sumergió en un silencio desértico y, cuando faltaba un minuto para que el partido terminara, los Pumas volvieron a empatar.

Para quienes habíamos llegado con la idea mediocre de verlos perder 2-0 en el mejor de los casos –5-0 en el global–, aquello era la locura, un absurdo, un milagro: los Tigres, un Rolls Royce movilizado por una nómina digna de gramas europeas, se derrumbaban ante los Pumas, uno de los equipos más baratos del futbol mexicano.

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Esta columna en realidad no trata de un partido de soccer, sino de las emociones que es capaz de provocar un deporte, cualquiera que sea. Juan Villoro ha escrito que el futbol es tan maravilloso que nos hace volver a ser niños durante noventa minutos.

La noche del domingo, el partido de garra que brindaron los Pumas hizo vivir un instante mágico a 45 mil espectadores encerrados en un estadio y a varios millones que lo vieron en sus casas, desde cualquier parte del país.

No es que esto tenga algún significado en el contexto de un país afiebrado que espera con ojeras y muletas la llegada de un nuevo año que se anuncia muy complicado, pero hay ocasiones en las que el deporte nos enseña que las grandes proezas comienzan a construirse en la individualidad y culminan en el grano germinal de la cohesión.

La noche del domingo, cuatro amigos abordamos un auto compacto conducido por una mujer que nos guió hasta el estadio en una noche fría y sin luna. Nos ofreció agua que no bebimos y tocó en el estéreo una música zen, plácida y tranquilizante, tanto que empezamos a bostezar. Cuando llegamos, El Negro Bernal, en el asiento delantero, le dijo que nos acompañara a ver el juego.

–¿En verdad? ¡Me van a hacer la noche! –sacudió su melena rubia y sonrió desde su 1:70 de estatura. Nos contó que tiene dos hermanos que morían por ir al estadio, pero no pudieron conseguir boletos.

Mónica Fernández, maestra de la UNAM, puso en estado de pausa su trabajo en Uber y caminó con nosotros por un túnel blanco que nos condujo al graderío del estadio de Ciudad Universitaria.

Las dos horas siguientes, abrazados y olorosos a cerveza, fuimos felices.