El mal camino, por @monocordio

En medio del Apocalipsis nacional, decidí escapar al lugar más remoto, a un sitio desde donde pudiera mirarlo todo con mayor claridad. De pronto, no sé si les pasa, parece como que uno no puede más y se cansa de ser quien es. Así que me fui lejos del mar de fondo y de los narco bloqueos y de la contingencia ambiental, y traté de no irme ni en Metro, ni en Metrobús, ni en helicóptero militar.

 Es preciso huir. Pobre de aquel que no lo haga de vez en cuando. Vivir en México es un acto permanente de escapismo.

La cosa es que un día tomé un avión a Chihuahua. Llegué muy noche. Me hospedé en un hotel horrible y de madrugada salí a la estación del tren para tomar el legendario Chepe con destino a las Barrancas del Cobre. Un lugar maravilloso en el que pensé que iba a lograr abstraerme del mundo material y convertirme en un ser luminoso y etéreo, capaz de intimidar al mismísimo Jodorowsky.

En el tren, custodiado por dos discretos policías federales fuertemente armados, recorrí lugares increíbles, poblaciones de menonitas con sus rebaños y pueblitos mormones, y pensé esas cosas que piensa cualquier persona que se la pasa trabajando y que, de pronto, sale de la rutina y se da cuenta de lo valiosa que puede ser la vida cuando uno deja de hacer lo mismo.

Fue ahí en el carro comedor donde coincidí en la mesa con una pareja de Ciudad Juárez y con una señora de Guadalajara. La señora de Juárez comenzó el diálogo con una pregunta desafiante:

–¿Y cómo ven a su Presidente?

–¿Así nos vamos a llevar? –le dije– También es el suyo, ¿eh?

–Pues sí pero como nos queda lejos, andamos más tranquilos.

La señora de Guadalajara miró para arriba y yo moví la cabeza negativamente.

–Bueno, bueno –dice el señor—yo veo que allá son muy críticos con el gobierno, pero no ven lo bueno, ¿a ver? Las llamadas de larga distancia ya las cobran como locales.

Antes de que la señora de Guadalajara o yo pudiéramos revirar, la esposa del señor de Juárez le dio un codazo a su marido y le dijo levantando la voz.

–¡Pues sí, pero a cambio nos está subiendo todo lo demás!

Para cambiar de tema y no provocar una discusión conyugal, les dije que me daba pena conocer a personas del extranjero que conocen mejor mi país que yo. A lo que el marido regañado acotó.

–¡Pos cómo va a conocer uno su país si se la pasa partiéndose el lomo toda la vida! Si nosotros lo hacemos porque ya estamos viejos y nuestros hijos nos ayudan. Muchos de los amiguitos de nuestros hijos que jugaban en la casa están en el panteón, afortunadamente logramos que ellos terminaran su carrera y no se fueran por el mal camino.

El mal camino. El mal camino. El Chepe cruzó por un túnel oscuro como este momento del país. El túnel parecía eterno. Me bajé en la estación Posada Barrancas, uno de los puntos más altos y hermosos de la sierra madre. Me instalé en un hotel y salí a caminar la montaña. Subí a lo más alto a mirar el atardecer, el último espectáculo del Universo que no requiere de VISA o Mastercard. Y justo ahí, lejos de todo, encontré a J, un joven delgado y tatuado que vendía objetos curiosos en un sitio en el que difícilmente podría llegar un cliente en horario de oficina.

–Aquí estoy todas las tardes –me dijo J–, vendo joyas, adornos que hago, y veo a mi familia. Me casé con una tarahumara. Es muy joven. Tenemos dos hijos.

–¿Cómo llegaste aquí?

–Soy de Juárez. Mis papás se separaron cuando estaba muy morro, me mandaron al gabacho con un tío al que le valí madre. Estuve guardado cuatro años por mover cristal allá en ‘el ley’. Agarré el mal camino. Regresé. Ya no había nada. Me vine acá porque me dijeron que había turistas y acá me enamoré.

Quedé de verlo al día siguiente pero no apareció más. Yo comencé el descenso, tomé el tren de regreso, volví a Chihuahua.

De regreso a la cruda realidad (que se ve desde todas partes), pasando nuevamente por Chihuahua, visité el calabozo donde el cura Hidalgo pasó sus últimos días, a derramar algunas lágrimas por tanto sacrificio en vano en esta patria dolida e inmóvil. Sin querer pensar pensaba en mi intento de escapar, en mi fallida vocación por la huida y recordé esa frase de Sor Juana en su respuesta a Sor Filotea de la Cruz: “Pensé yo que huía de mí misma, pero ¡miserable de mí! trájeme a mí conmigo”.

Y el país, supongo, nos lleva con él.

(FERNANDO RIVERA CALDERÓN)