El rey de los merolicos

Hace poco fui a mi barrio y volví a escuchar al viejón. Se oía igual, como si trajera piedras atoradas en la garganta. La voz salía de un megáfono y decía que si le pican los pulmones, si la vista se le empaña, si tiene úlceras en la panza, si sufre vahídos, si trae alto el ácido úrico, si trae zumbidos, si sus hijos andan ahí con la panza llena de lombrices o siente que le duele el cerebro, entonces necesita comprar las tabletas naturales de boldo.

 Mamá llegó a comprar esas cosas y durante un tiempo nos destrozó el estómago. Pero yo no me acerqué al carro desvencijado del vendedor para reclamarle los daños de infancia, sino para preguntarle si conocía al viejón que grababa toda esa verborrea. Le dije que el viejón era un personaje del soundtrack de la ciudad y alguien debía contar su historia, pero el tipo era un apático y no sirvió de mucho. Días después, salí del metro Salto del Agua y de nuevo oí a lo lejos la voz del viejón. Hice un segundo intento, el chico me vio como si enfrente tuviera a un retrasado mental y luego dijo: “Se murió en febrero, le decían Canguro y era el mejor amigo de mi papá”.

Me entristeció la noticia. El rey de los merolicos chilangos había muerto y nadie en esta ciudad había reconocido su ingenio. Canguro necesitaba un obituario.

Publiqué en el suplemento Dominical de Milenio hace un par de días:

Nadie habló de su muerte ni se publicó esquela alguna en los periódicos. Ninguno de los que ganaron plata a costa de sus ocurrencias asistió al funeral; solo la familia, algunos compadres y sus amigos del barrio de San Luquitas lo despidieron para que el pobre no se fuera sin lágrimas. Nadie que le haya comprado algún remedio le encendió una veladora. Ningún centro botánico lo homenajeó ni la sociedad médica habló de la manera tan peculiar que explicaba las enfermedades. Ni siquiera el panteonero de San Mateo Atenco se acordaba que al viejón con diente de oro lo habían enterrado en la fosa 35, de la sección D. Nunca figuró en la lista de la gente más famosa y ni en ningún lugar fue recibido como debió merecerlo. Jamás dio entrevistas ni su rostro apareció en la televisión. Nadie quien lo escuchó en los mercados le preguntó su nombre o de dónde venía; a él nomás le creyeron todo lo que decía. Ninguna autoridad lo volteó a ver, salvo cuando quisieron cobrarle impuestos. Y ni en Google ni en Youtube existe; en ese mundo, a la gente le parece que son más famosos y creativos el tipo de los tamales oaxaqueños y la joven del fierro viejo. (…) Se llamaba Arturo Chávez Martínez y murió el 24 de febrero pasado a la edad de 51. Sólo estudió la primaria y se le zafaba el brazo derecho cada vez que jugaba frontón. Desde niño atrajo al dinero; un día, incluso, se ganó los pronósticos deportivos. Todo lo que ganó se lo bebió y, lo que le sobró, lo apostó. Era un hombre de palabra: juró que moriría en una borrachera. Nunca, que se sepa, tomó cápsulas de boldo.

Hasta pronto, Canguro. Al menos tus casetes se siguen escuchando.

(ALEJANDRO ALMAZÁN / @alexxxalmazan)