“El salvaje Oriente”, por @Felpas

Los aztecas construyeron Tenochtitlan alrededor del islote central, donde iban amontonando el tezontle que daría al Templo Mayor su altura. Se navegaba por los canales entre las chinampas con embarcaciones de diversos tamaños. También podía irse a pie: los ingenieros (o su equivalente mexica) construyeron una serie de calzadas que unían el islote con la tierra firme. Una observación surge de inmediato: las calzadas iban al Norte, al Sur y al Poniente. Ninguna iba al Oriente.

 Quinientos años después, con el lago ya únicamente como vestigio y el Oriente sobrepoblado, la ciudad sigue dando la espalda a esa zona. Antes hay que entender que “ciudad” es, ante todo, una idea. No es la aglomeración urbana la que se da la espalda a sí misma. La “idea de ciudad”, que quiere darle un carácter a esta urbe, ignora que la mayor parte de sus habitantes vive en esa región, el Oriente, que se extiende desde los límites del estado de Hidalgo al norte, con Tláhuac al sur, e invade buena parte del estado de México, a través de las extensas planicies de lo que antes fue la zona salitrosa del lago, más allá del albardón de Nezahualcóyotl, del que hoy no quedan más restos que el nombre de una calle cerca de la Villa.

En el Oriente está la única vía de escape aérea de esta metrópoli: el aeropuerto. También están esos sitios de peregrinación religiosa llamados el Palacio de los Deportes y el Autódromo Hermanos Rodríguez. O el Palacio Legislativo de San Lázaro, lugar de otro tipo de peregrinaje. Es sintomático que esos sitios sean descomunales, incluso impersonales, masivos. El Oriente es la ciudad masiva: a la Pasión de Iztapalapa acuden cuatro millones de personas.

La “idea de ciudad”, en cambio, es más turística, más detallada y más al Poniente. Entras al Centro Histórico desde Paseo de la Reforma, cruzas por Avenida Juárez frente a la Alameda, saludas al Palacio de Bellas Artes y enfilas por Madero hasta el Zócalo, con la Catedral a la izquierda y la extensa fachada del Palacio Nacional al frente. Todo lo que haya detrás de esa fachada ya forma parte del Oriente. La dirección hacia el oeste del balcón presidencial continúa la lógica de la mirada de la ciudad hacia el Poniente que habían establecido los aztecas: la fachada del Templo mayor también miraba en esa dirección. Algunos de los edificios más antiguos del Virreinato están detrás, pero la mirada en otra dirección lleva a ignorar todo lo que pase a las espaldas: el ambulantaje, las prostitutas de la Merced y Anillo Circunvalación, el deterioro de las construcciones.

El Oriente es el traspatio urbano que se pierde en la misma bruma que también oculta a los volcanes. Que los propios habitantes se refieran a su colonia como la Cavernícola Oriental no es sólo sarcasmo. También es un mal chiste que las calles no del todo pavimentadas de Ciudad Alegre, en Chimalhuacán, lleven nombres de bebidas alcohólicas setenteras, o que el trazado de Ciudad Neza tenga nombre de rancheras y boleros: fue tal la expansión que los nombres parecen haberse agotado. La planeación urbana que sobrepobló el Oriente, fue funcionalista en el mejor de los casos, pero parece haber olvidado el factor humano. Redujo la idea de habitar una ciudad a solamente eso: tener un lugar donde dormir y comer.

Dadas estas condiciones, la violencia que gradualmente crece en esa zona no es sorprendente. Cualquier acción de gobierno que busque el equilibrio en esta urbe debería empezar por mirar, por vez primera, al Oriente.

(FELIPE SOTO VITERBO)