“Empleadas domésticas, la discriminación invisible”

En un edificio rumboso de la colonia Roma, una torre de departamentos más o menos nueva en la glorieta de la Cibeles, los inquilinos entran por una puerta espaciosa y tienen dos elevadores a su disposición. Las trabajadoras domésticas que ahí laboran, en cambio, deben ingresar por una puerta trasera, en el garaje, por rampas, sin escaleras adecuadas, y deben usar el elevador de servicio. ¿Y dónde está lo notable/raro/singular/noticioso de lo que está diciendo este cuate? Lo tiene. En Chile, en enero del año pasado hubo una gran discusión nacional –incluso el presidente Piñera entró al debate– luego de que se diera a conocer que en el club de un exclusivo suburbio de la capital, de nombre Chicureo, había un reglamento para que las nanas llevaran forzosamente uniforme en sus instalaciones. La polémica escaló cuando se supo que en un condominio de la misma localidad se prohibía a sirvientas, jardineros y albañiles caminar por ese barrio (alegaban supuestas razones de seguridad. Aquí la nota de la BBC de ese caso). ¿Nanas obligadas a usar uniforme está mal? ¿Alguien dice yo? Quizá este tema – el que usen o no delantal rosita o azul– puede ser opinable, pero lo que no debe ser un tema de puntos de vista son las (inexistentes) condiciones prestaciones de ley de las trabajadoras domésticas –en femenino porque de las 2,3 millones personas en ese rubro 9 de cada 10 son mujeres. Traigo a cuenta esto a propósito de la encuesta sobre discriminación en el Distrito Federal publicada el martes. En ella, los cinco mil entrevistados dijeron que las cinco causas más comunes de discriminación en el DF son la pobreza (19%), el color de la piel (17%), las preferencias sexuales (15%), la educación (11%) y economía (11%). Seamos honestos: no necesitamos una encuesta para descubrir que las trabajadoras domésticas son discriminadas en nuestro país y en nuestra ciudad. Sus derechos, y no solo los laborales, son violentados cotidianamente. Pero las encuestas nos permiten conocer mejor cómo ocurre la discriminación. Un ejemplo: el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación dio a conocer el año pasado el documento Derechos iguales para las trabajadoras del hogar en México, en él se expone que: “a través de la Encuesta Nacional sobre Discriminación en México 2010, se pueden identificar algunas prácticas del maltrato que enfrentan las personas trabajadoras del hogar como el hecho de que 24.8% de las personas encuestadas considera que se justifica mucho o algo dar de comer los alimentos sobrantes a una persona que hace el servicio doméstico. Sin embargo, 81.5% de ellas creen que esta práctica se lleva a cabo mucho o algo”. Es solo un botón de muestra. Porque como denuncia Conapred “las trabajadoras del hogar tienen jornadas muy largas, sin horario fijo y sin que se les paguen las horas extras. En general, sus horarios de trabajo exceden por mucho lo establecido en la Ley Federal del Trabajo y las y los empleadores pagan lo que ellos mismos deciden, que son por lo general salarios muy bajos”. De vacaciones pagadas o derecho a la liquidación o a la salud, ni hablamos. Hace dos años, en junio de 2011, con bombo y platillo México firmó el Convenio sobre el Trabajo Decente para las Trabajadoras y los Trabajadores Domésticos (Convenio 189 de la Organización Internacional del Trabajo). Dos años después el Senado no ha ratificado ese compromiso internacional, que obligaría a proteger los derechos laborales de las trabajadoras y trabajadores domésticos. ¿Alguien ha visto un gran movimiento en la capital, donde se ha avanzado en otros derechos, para que parte de su población tenga garantizado este derecho elemental? No, ¿verdad? El Senado no tiene de qué preocuparse, nadie lo va a presionar para que los hogares mexicanos, el tuyo y el mío, sean un espacio donde se aplican los derechos que dice la ley para las trabajadoras domésticas. Ellas que sigan entrando por otra puerta, la de atrás de nuestra convivencia capitalina. Mejor discutamos la regulación de la mariguana, el mundo nos verá como una sociedad bien moderna si logramos que la cannabis sea accesible para todos, pero que las muchachas sigan en el siglo XVII. Y todos felices en nuestra ciudad “de vanguardia”.

(SALVADOR CAMARENA)