La región más decadente del aire

Esta semana las autoridades encontraron una solución altamente efectiva para los muchos problemas que afectan a la CDMX y su incontrolable área metropolitana: matarnos a todos. El aire tóxico que respiramos no sólo parece no llenarnos los pulmones, sino que provoca ardor en los ojos, irritación en las vías respiratorias y tos, así como un dolor de cabeza perenne y chingaquedito.

Esto, sin contar con esa sensación angustiante de percibir que el mundo acaba hasta donde alcanzas a ver, es decir, a unos 100 metros de distancia, donde la nata blanca y asesina empieza a devorar las formas y los colores, las nubes y el Sol, el Ajusco, los volcanes y todas las montañas a nuestro alrededor.

Es lo que me pasa a mí, y eso que creo tener resistencia a la polución. Estoy acostumbrado a respirar mal. Crecí en las inmediaciones del aeropuerto y fui de los muchos niños chilangos que al vivir en un ambiente así desarrollaron asma y otras enfermedades respiratorias. Sin embargo los niveles que ha alcanzado esta semana me empiezan a resultar insoportables.

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Lo insoportable también es darse cuenta de que la larga serie de medidas desafortunadas que se han tomado durante lustros para combatir los niveles de contaminación y para “mejorar” la vialidad en la ciudad nos ha convertido en la cámara de gas más grande del mundo, y que esto a las autoridades no parece preocuparles demasiado y mantienen obras, reparaciones y operativos como si no pasara nada. Como si el aire ya no les estuviera llegando a la cabeza.

La falta de políticas coordinadas entre la CDMX y los estados con los que colinda; la aplicación de foto-multas a unos sí y a otros no, aunque circulen por la misma ciudad; la tolerancia-omisión-corrupción-complicidad con las empresas que más contaminan, y la insaciable vocación de cerrar vías para seguir construyendo puentes, túneles, centros comerciales, segundos pisos y estacionamientos, entre otras maravillas, nos está llevando a la extinción a una mayor velocidad que a la que se circula en esta misma ciudad, paradójicamente.

Titulé esta columna citando a Carlos Fuentes y para estos momentos empiezo a pensar demasiado en esa canción de Maná que dice: “como quisiera poder vivir sin aire”. Este solo planteamiento demuestra científicamente que la falta de aire está afectando mis capacidades cognitivas y las funciones elementales de mi cerebro, por lo que hago un llamado de auxilio para que venga la ambulancia y me lleve de urgencia a Mérida, o por lo menos para que venga una enfermera y me dé respiración de boca a boca en lo que se nos acaba el aire y nos morimos todos.