Gimnasia de paso

Después de todo el escándalo, las movilizaciones, los artículos en el periódico, las entrevistas en el radio que provocaron las discusiones sobre el Corredor Cultural Chapultepec, me parece que nadie reparó en un pequeño parque colocado a un lado de la Glorieta Insurgentes, del otro lado del territorio en disputa.

Son casi las cinco de la tarde y el cielo está glorioso. Sopla el viento y las nubes se deslizan por las alturas de la ciudad. Este parque de cemento, cercado por una malla ciclónica, es un excelente candidato para tiradero de basura, refugio de maleantes, expendio de drogas, en fin, una caries purulenta en la dentadura de la ciudad. Lo rodean edificios abandonados, un par de tiendas de implementos para restaurantes, talleres de plomería destartalados y un negocio de santería y sanación llamado la sede de la dimensión alterna de los seis mundos, que despliega, entre otras cosas, un refrigerador lleno de red bull, y una colección de figuras de indios americanos, fornidos, orgullosos y esparcidos por el suelo.

El parque, sin embargo, está lleno de gente; pero no cualquier gente. Es un parque de jóvenes esforzados que han venido a hacer ejercicio.

Un cuarteto juega al basquetbol. Uno de los jugadores es un chico sin camisa que, ante cualquier pausa del partido, se toma de un poste y se cuelga para ejercitar un nuevo músculo.

LEE LA COLUMNA ANTERIOR DE GUILLERMO OSORNO: CARTA DE SCROOGE PARA GRINCH

El parque tiene una zona de aparatos: barras paralelas, un barril para correr encima, argollas, postes inclinados que invitan a subirlos. Hay un laberinto para niños hercúleos, con rampas para escalar y peldaños, puentes y resbaladillas. Las bancas de cemento están despostilladas, pero el parque estrena otras de aluminio que, de tan nuevas, siguen envueltas en plástico burbuja.

Acá todo es macizo. Un chico con una perra bóxer y tatuajes en el biceps se liga a una chica vestida de negro que se cuelga de una barra y hace dominadas.

Por la entrada norte, se meten otros tres chicos y caminan hasta uno de los aparatos. Los tres son de espalda ancha y cintura ceñida. Solo uno de ellos se quita la camisa, hace cinco minutos de ejercicio, se pone la camisa, llama a los otros dos cuando está listo y todos salen por el acceso oriente, como quien sólo se detuvo a hacer una llamada en un teléfono público.

Es extraordinario como esta plancha vive completamente ajena a las colonias circundantes. Nada que ver con los capuchino que se sirven en los cafés vecinos, pero tampoco tiene relación con el frenético ir y venir de la gente que sale del Metro Insurgentes.

Este es un espacio aislado, consagrado al ejercicio, invadido por el ruido de una pelota de baloncesto que bota en el piso, vuela en el aire, pega en un aro, se suspende y finalmente cae, anotando un tanto en favor del equipo jubiloso que vino de quién sabe dónde a encontrarse con esta dimensión extraña, en uno de los espacios intermedios que tiene esta ciudad.