Promiscuidad, una historia de familia

Uno puede romper con la pareja pero no se deshace de ella. No estoy hablando de divorcios feroces ni de ex obsesivos, de esos que persiguen y espían a través de internet a quien los ha despechado, sino de algo intangible, y a la vez mucho más profundo y difícil de eliminar. Hace poco, Le Monde publicó un artículo de divulgación científica que contenía una historia de terror. Explicaba que, cada vez que uno besa o se acuesta con alguien, no sólo intercambia una inmensa cantidad de bacterias y de gérmenes, sino también preciosa información genética. En pocas palabras, el ADN de nuestras parejas permanece en nuestro cuerpo, y puede permanecer allí más de una década. Las mujeres, según el artículo en cuestión, son grandes almacenes de ADN. Durante años conservan el de sus ex novios y lo transmiten a sus hijos como si fuera suyo, porque en buena medida ya lo es.

LEE LA COLUMNA ANTERIOR DE GUADALUPE NETTEL: CONTEXTUALIZAR A FRANCISCO

Vivimos en una época donde ligar es bastante sencillo. A través de redes sociales como Tinder o de páginas de internet como match.com uno puede, sin levantarse del sofá de su casa, contactar a una decena de posibles partners. Basta encender la computadora o el teléfono. El perfil de Tinder nos informa de la edad, los gustos, la disponibilidad, las intenciones (románticas o sexuales) y la cara que tiene cada usuario. Sólo se necesita que dos personas tengan curiosidad por la otra para que el encuentro se produzca y termine en la cama. En sociedades más avanzadas (dirían algunos, o decadentes, dirían otros) como la danesa, los bares cuentan con compartimentos destinados al coito entre parejas que muchas veces no volverán a verse. También está permitido follar en los parques. Yo en principio estoy de acuerdo con esta apertura, siempre y cuando la gente esté prevenida contra las enfermedades venéreas, y ahora sobre las consecuencias genéticas.

El domingo pasado, una amiga cuarentona, madre de familia y con una sólida trayectoria como sexóloga, me comentó que deseaba afiliarse al Colectivo Poliamor, una institución que reúne a quienes no creen en la pareja, sino en relaciones abiertamente simultáneas. Imaginar el intercambio de información genética que circula en esos ambientes da vértigo: ¿incorporar el ADN de alguien nos emparenta con él y también con sus hermanos, sus padres, sus hijos y todos los que haya conocido bíblicamente? La promiscuidad es una historia de amor imposible: si no es la religión es la ciencia, pero siempre hay alguna autoridad conspirando en contra de los que quieren practicar alegremente la poligamia. Como si no hubiera bastado con la aparición del SIDA durante los años ochentas, ahora se producen estos descubrimientos. Por otro lado, ¿no nos dicen los budistas que en el fondo estamos todos interconectados y el New Age que somos uno con el todo? Quizás lo único que haga falta para despreocuparse sea asumir de una buena vez que los seres humanos formamos una gran e incestuosa familia.