La extinción de los romanos

Opinión

En casa no hablamos nunca del tema, o por lo menos no de manera directa, pero todos lo sabemos: la calle donde vivimos está a punto de desaparecer. Papá se sube a fumar a la azotea y suspira mientras contempla la caída de la noche. Por la forma en que mira alrededor sé que también él se pregunta cuánto tiempo más resistiremos aquí. Durante la cena mamá da las noticias: están construyendo un condominio en el estacionamiento de enfrente, dice. O ya empezaron a tirar el restaurante chino. En mi cama, con la luz apagada, extraño el silbido del camotero que durante toda mi vida me dio las buenas noches desde la banqueta. Me pregunto dónde estará el viejo que lo empujaba y todos los otros viejos que antes poblaban la cuadra: el globero, el sastre, el dueño de la papelería. Se esfumaron del barrio como engullidos por un cataclismo silencioso. Mi abuelo, el hombre que rentó el departamento en el que todavía vivimos, fue de los primeros en marcharse. Mamá dice que se le secó el hígado cuando le cerraron la zapatería. Lo único que nos dejó fue una cajita de cenizas. Como un homenaje a su fuerza y a su resistencia, le pegué encima un pequeño estegosaurio.

Todos los comercios de antes han ido desapareciendo para dejar su lugar a cafecitos fancy —así dice mi prima Juana, a la que le encanta insertar palabras en inglés en cada frase que usa—, panaderías carísimas donde jamás entramos, bares y expendios de mezcal. También cerró la fonda a la que íbamos siempre que se acababa gas, y mi mamá no podía cocinar en casa. Ayer, cuando la acompañé por unas zanahorias, el señor Ezequiel, el único verdulero que queda en esta colonia, nos anunció feliz de la vida que iban a comprarle el local para construir un edificio de departamentos. Mi madre lo miró rencorosa, pero no le dijo nada. No le dijo que odia esos edificios que desde hace tres años aparecen de repente como los hongos en la barra del pan. Cuadras enteras invadidas de la noche a la mañana por esas paredes blancas e idénticas, y toda esa gente tan distinta a los vecinos que siempre habíamos tenido en el barrio.

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Muy pronto también nuestra cuadra dejará de existir. Todos nosotros seremos víctimas del desastre. Nos convertiremos en una anécdota, una fábula del pasado. Nos llamarán “los dinosaurios de la colonia Roma”, y quizás con un poco de nostalgia o de culpa, los recién llegados mostrarán nuestras huellas en un museo blanco e impersonal como todo lo que construyen.