Salcedo Pintor

Perdonarán mi entusiasmo, pero qué buen escritor es Alberto Salcedo Ramos. Lo digo porque este fin de semana estuve leyendo algunas de sus crónicas compiladas en Los Ángeles de Lupe Pintor, recientemente editadas por Almadía. Ya no me acordaba –perdonen ahora la confesión­– de tamaño escritor. O será que esas crónicas (algunas las leí recién salidas del horno) van agrandándose con el paso de los años y Alberto se va asentando como uno de los grandes de su generación.

El colombiano Alberto Salcedo (1963) pertenece a esa camada de cronistas que se gestó en los dos mil al amparo de revistas como Gatopardo y el Malpensante, SoHo, Etiqueta Negra y, por supuesto, la Fundación García Márquez de Nuevo Periodismo Iberoamericano. Yo lo conocí en Bogotá a mediados del año 2000, cuando una de sus crónicas, el Testamento del Viejo Mile, sobre un compositor, acordeonista y cantante de vallenato quedó finalista del premio CEMEX-FNPI. Allá compré su libro El Oro y la Oscuridad: la vida gloriosa y trágica de Kid Pambelé, sobre un boxeador caído en desgracia. Salcedo había decidido honrar uno de los grandes temas del nuevo periodismo estadounidense, los boxeadores –esos rutilantes personajes oscurecidos por sus propios excesos–, y adaptarlo al calor de Cartagena de Indias.

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Además de acordeonistas y boxeadores, con el tiempo Salcedo sumó a su cajón de temas los del conflicto colombiano. Pienso, aunque nunca lo he hablado con él, que uno de los propósitos de estas crónicas es el de hacer real para los cachacos (bogotanos) y demás personajes citadinos a la gente del campo. No conozco otro escritor contemporáneo que tenga esa capacidad de presentar a esas personas y esos temas con tanta sabiduría, ternura y complejidad.

Por ejemplo, en una de las crónicas compiladas en este libro de Almadía, El pueblo que sobrevivió a la masacre amenizada con gaitas, de 2009, el escritor llega a El Salado, un pueblo en la costa del Caribe que ha vivido la espantosa experiencia de una masacre perpetrada por los paramilitares. Para describir cómo un grupo de desplazados regresa a El Salado, Salcedo dice:

Cuando terminaron de segar la maraña, cuando quemaron el último montón de ramas secas, se dedicaron a poner en su sitio, otra vez, los elementos perdidos de su universo: el caney del patio, el establo, la burra baya, el garabato, la alacena de las hojas de tabaco, el canto del gallo, el ladrido de los perros, el juego de los niños, los amores furtivos en los callejones oscuros, la ollita tiznada del café, la visita del compadre.

La idea de la crónica que da título al libro me la contó Alberto en algún viaje a la Ciudad de México. Sólo un aficionado al box como él podría recordar que el pugilista de Cuajimalpa, Lupe Pintor, campeón de peso gallo y supergallo, había matado accidentalmente en el ring al estadunidense Johnny Owen. ¿Cómo sobrellevaría Pintor aquél recuerdo?

La respuesta, obviamente, es la mismísima materia prima con la que el cronista construye uno más de sus relatos que conforman esta estupenda antología.