En la tumba de Juárez

Le pregunté a la mujer policía que cuida la entrada al panteón de San Fernando si se puede visitar la tumba de Benito Juárez.

–Sí, pero sólo un ratito, y luego pa’juarez– contesta, consciente de que acaba de hacer un buen chiste.

No me esperaba este giro de una guardiana de tan importante monumento nacional, pero hoy, día nublado, feriado y de descanso, día en que se conmemora el natalicio de este héroe, aparentemente también está permitido echar un poco de relajo.

Me registré en el libro de visitas –la última había sido a las 12 del día, más o menos­–. La guardiana me aseguró, sin embargo, que había sido un día movido.

Nunca había estado en esta maravilla de panteón donde yacen los restos de personas prominentes de la primera mitad del siglo XIX, un montón de ilustres liberales y héroes de batallas famosas. El mausoleo de Juárez, el último en llegar a este parque, tenía cuatro discretos arreglos de flores, colocados en cada esquina, y unas guirnaldas que daban la vuelta a las columnas de la entrada: todo muy limpio, ordenado, discretamente republicano.

Impresiona la escultura de mármol que representa al presidente muerto, cubierto por una sábana que deja ver los hombros desnudos y la cabeza sin vida. Lo llora una mujer, la patria; lleva también una túnica y asoma el pie desnudo afuera de la tumba.

Me pregunto cómo representaríamos la patria en el siglo XXI, o si la representaríamos en la tumba de algún presidente muerto, digamos, Miguel de la Madrid, o José López Portillo. O ¿cómo representaríamos a un presidente muerto? ¿Cómo, por ejemplo, debería de ser la tumba de Vicente Fox, suponiendo que queramos darle un papel de héroe de la democracia mexicana?

¿Y quién más ha venido a visitar la tumba del Benemérito de las Américas?

–Más gente de su religión– contestó a la salida la mujer policía mientras cerraba la reja definitivamente.

–¿Se refiere a los masones?– le pregunté. ¿A poco todavía hay masones en México?

–Si –me dijo– todos están en el gobierno y tienen mucho dinero.

La plaza de San Fernando, entre Reforma y Guerrero, estaba llena de gente decrépita, abandonada. Olía a marihuana. Allá, esa señora del jorongo café se drogaba con cemento. Acá, este señor sin calcetines lee sobre los últimos asesinatos en un periódico que recogió de la calle.

Pienso en la herencia liberal y cómo ni el presidente Juárez se salva de la fama actual de los políticos, como ladrones y conspiradores, según la guardiana de su tumba.