Un home run en el Zócalo

Entre las imágenes surrealistas que brinda la ciudad, la del campo de beisbol en el Zócalo capitalino el pasado fin de semana gana, creo, a la de La Pasión de Iztapalapa. O casi.

En cualquier caso, este domingo a la hora de la comida, mientras el resto de la ciudad se preparaba para entrar al blues del final de las vacaciones de Semana Santa, varias decenas de capitalinos exploraban lo que la Mexico City Series Festival 2016 tenía que ofrecerles, es decir, un campo de beisbol en la plaza mayor, una pantalla gigante donde se podía ver el juego entre los equipos de Houston y San Diego, y el dudoso pero satisfactorio privilegio de que la Ciudad de México se haya convertido, por ese acto, en una de las sedes donde se juega beisbol de las grandes ligas.

En todo el perímetro del primer cuadro había juegos relacionados con el beisbol, campos mínimos para practicar el bateo, los lanzamientos, o escenarios para tomarse una foto con un bate en la mano y una cachucha en la cabeza, como si estuvieras en medio del estadio de los Orioles, por decir uno. Todo estaba debidamente señalizado en inglés: kids zone, photo booth y así. Los aficionados habían desempolvado sus camisetas de beisbol y hacían enormes colas para ser parte de ese entretenimiento tan básico, aunque único.

En un país tan unívoco, priista, católico, macho, guadalupano y futbolero, el beisbol suena casi a disidencia; es algo del norte o del Caribe, algo pocho e inteligible, como ser protestante, o como ser Andrés Manuel López Obrador.

LEE LA COLUMNA ANTERIOR DE GUILLERMO OSORNO: EN LA TUMBA DE JUÁREZ

Pero ayer, una pantalla de televisión tapaba la vista de la puerta Jubilar de la Catedral, que sólo se abre en las fiestas especiales para dar acceso a todas las personas que quieran obtener indulgencia plenaria.

La pantalla en realidad era la puerta a Televisa Deportes y a la voz tranquilizadora de Toño de Valdés.

Desde las gradas, colocadas frente a las oficinas del cabildo, se observaba un campo verde, de pasto artificial, que cubría buena parte de la plancha. Había poca gente, y aplaudía con algún desgano las hazañas de los Astros de Houston, que apaleaban a los Padres de San Diego. No era un ambiente festivo, sino más bien indulgente. Un amigo sacó una foto de un hombre acostado en una grada disfrutando una verde y rotunda paleta helada de limón con la panza al aire.

Allá abajo vi un penacho. Era un danzante neoazteca semidesnudo, con la cara pintada y caracoles en los tobillos que trataba de entender cómo entrar a la plaza. Desapareció pronto. Ese día, esa plaza, el lugar donde descansan los dioses aztecas, tenía un tapete verde y unos mexicanos que hablaban un lenguaje extranjero con palabras como inning, homerun o shortstop.