Síguenos:
11/04/2021
HomeOpiniónMe duele la tipografía

Me duele la tipografía

Jugando fut hace tres semanas me rompí dos uñas del mismo pie. Se me cayeron bien gacho pero, la verdad, es menos molesto y doloroso de lo que yo pensaba. Realmente sólo tengo que vigilar que la costura del calcetín no coincida con la zona desprotegida y cuando me baño siento las gotas, ya atenuadas, aguijonear el dedo desnudo en una sensación incluso chistosa y nueva. La descubro a mis 35 años. La vida moderna nos obliga a estrenar sensaciones constantemente. Acaso somos la primera generación de seres humanos que siente que el teléfono celular le vibra adentro del bolsillo del pantalón cuando realmente no hay notificación alguna en el aparato. Sólo el fantasma nítido de un mensaje de whats que nadie tecleó. Ese es un ejemplo muy burdo. Los hay ya quienes han soñado con Candy Crush o los que han tenido un déjà vu a propósito de una publicación en Twitter. Otro ejemplo: no creo que ir al cine solo sea triste, pero tendría que estar muy abandonado para meterme a ver algo en 3D sin acompañante. ¿Me explico? Hablo de sensaciones nuevas. Por lo menos dos personas distintas a la semana escriben en sus muros de Facebook que se les cayó el teléfono. Casi siempre acompañan el posteo con una foto del iPhone roto e inservible. En esos casos, tengo que confesarlo, yo soy poco empático y pienso en ese bello principio jurídico: nemo auditur propriam turpitudinem allegans. En mis propias palabras: nadie puede defenderse usando su propia estupidez como excusa.

Voy saliendo de tomarme mi tecito diurno para los nervios cuando mi teléfono empieza a estremecerse. Han de ser figuraciones mías, pienso. Pero no. Aparentemente sí está suene y suene la chingadera esa, exigiendo que le ponga freno a mi vida tal como cuando un pasajero obliga a timbrazos a que el chofer del camión detenga el vehículo. Saco el iPhone y, dotado de súbita vida, se me resbala de las manos. Para evitar que caiga dolorosamente sobre mi dedo sin cutícula alcanzo a retirar el pie y el aparato se estrella de lleno en el pavimento. Hasta la onomatopeya resultante es dolorosa. Yo exclamo una majadería que no viene al caso citar. Levanto el aparato del suelo y, sonriendo con una mueca de mil dislocaciones, veo la pantalla quebrada de mi viejo iPhone.

Detrás de la superficie despedazada, veo que además no tenía mensaje ni llamada alguna, fue una vibración hechiza, un ringtone nonato. Reincido con la majadería. Eso me pasa por pendejo, pienso. Luego recuerdo que no, no puedo alegar eso a mi favor.

LEE LA COLUMNA ANTERIOR DE GABRIEL RODRÍGUEZ LICEAGA: LLUVIA ASUSTAPENDEJOS DE NOVIEMBRE

Estreno una sensación ambigua. Inicialmente me siento muy tonto pero además víctima de una injusticia. No es igual a caerse en la calle ni mucho menos como si se me hubiera caído algo que me estoy comiendo o un billete de cien o una figura religiosa que mi madre atesora. Es otra cosa. Ah, porque además ando yo irónicamente roto: sin dinero para adquirir un iPhone nuevo al menos este mes. Observo la lámina obscura quebrada. Uno está acostumbrado a que los vidrios y espejos que ve quebrados sean enormes. En edificios o parabrisas. Pequeño apocalipsis de bolsillo, meto el móvil en la bolsa de mi saco. Pequeños brillos provocan calientes y milimétricos cortes entre mis dedos. Siento que un polvillo invisible se me ha metido en los ojos. En alguno de mis cuentos escribí que ningún espejo está nunca roto del todo: sólo reproducen la realidad en un espacio más reducido. La muerte de mi teléfono inteligente hace que me replantee tal cosa. ¿Muerte? Los instrumentos electrónicos siempre están en lánguido tránsito, ¿no? Irónicamente están en perpetuo estado vegetal. No sé qué tanto sentido haga eso. Saco el aparato sólo para observarlo, ya con morbo, la telaraña resultante es fascinante, acaso un rompecabezas involuntario. Es como si, a partir de mañana, mi sombra se echara a perder y ya no registrara mi cuello o la ropa que traigo puesta. A partir de ahora mi sombra tendrá una postura enjuta y jorobadilla, encuerada. Eso. Que se te rompa el teléfono estos días de inicios de siglo es como si alguien te pisara una imaginaria cola de dragón. Es un dolor afuera de uno mismo. Ah, porque además obviamente yo no tengo todo respaldado en nube alguna. Acabo de perder fotos, contactos, notas de voz y capturas de pantalla incriminatorias. He perdido un tramo de mi vida pero he ganado una sensación. Son mis nervios o, ¿existe un programa de concursos donde si no respondes bien a la trivia destrozan tu teléfono inteligente frente a tus narices? Qué medieval.

Camino en silencio hacia el cine. Compro un boleto para ver Buscando a Dory en 3D. Cuando salgo no puedo comunicarle a nadie lo que me pareció tal filme. Algo innombrable se rompe en mil cachitos adentro de mí.

Mientras tanto mis uñas crecen con envidiable paciencia.

Written by

Defeño, del Barrio Bravo de Tepito. Autor de los libros de cuentos "Niños tristes" (Premio Maria Luisa Puga 2010), "Perros sin nombre" (Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2012) y "¡Canta, herida!" (Premio Nacional de Cuento Agustín Yáñez 2015). Además de las novelas "Balas en los ojos", "El siglo de las mujeres" y "Hipsterboy".