Lo que el polvo a la Juárez

Opinión

Se recomienda no atravesar la colonia Juárez hasta nuevo aviso.

Las calles están abiertas y, por lo mismo, cerradas. En ruinas, intransitables. Fangosas si la noche anterior llovió. Son un asco. El polvo se ha vuelto una nata, una cosa gris encima de todo. Se respira cochinada, los ojos arden, las mangas del suéter en la boca no son protección suficiente, hay que caminar sorteando conos y cintas amarillas, coladeras abiertas. Los tacos de barbacoa que se ponen los fines de semana saben a escombro, la salsa sabe a polvo, las servilletas tienen tierrita. Huele a asfalto secándose, a tubería abierta. Cada dos días es una calle distinta la que está expuesta cual tamal enfriándose. No me imagino cómo están los mocos de la vagabunda que lleva meses viviendo a la entrada de la escuela abandonada de zumba y aerobics junto al Seven. La colonia ha crecido mucho: abren locales nuevos acá y acá. Los utensilios de la barbería para hombres bien bragados, las ollas del restaurante de comida tailandesa, las carpetas de la tattoo parlor, las plantas del café exclusivo para ciclistas, el platillo en la batería del sitio de jazz… todo castigado por el polvo, todo con marcas de dedos en sus superficies. Los tractores provocan tráfico, por la noche están estacionados con sus mandíbulas llenas de tierra masticada, imponentes e inmundos. En Liverpool están construyendo un edificio enorme. En la calle de Londres otro, el cual tendrá comunicación con la calle de Nápoles. Obras negras perennes, perpetuamente inacabadas. Están alzando edificios para mejores mexicanos de lo que nosotros somos. Centros comerciales con Zara Home e isla de colchas con logos de equipos de fut. Departamentos avecindados a un ruidoso Steren. Por culpa de una degenerada maldición, las ciudades jamás alcanzan su estado final. Siempre están modificándose. Nada permanece. Sólo la comezón del polvo. Camino veloz y antes de que se haga de noche por la colonia Juárez. La mugre acumulada y flotando transforma todo en un ejercicio de claroscuros. La luz de los autos evidencia los tornillos de polvo. Toso. Finjo que toso. Acabo tosiendo de veras. El sonido altísimo de las construcciones me hace pensar que el cielo tiene retortijones. Veo las chispas brotar entre andamios siendo soldados. Me estremezco.

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Hay en medio de esta colonia un edificio que simplemente se vino abajo. Hará de esto tres años. Ahí sigue de rodillas entre un negocio de cocinas industriales y una escuela de contaduría de la UNAM. A dos cuadras de la Fundación para las Letras Mexicanas y a media del Café Gabis. Incluso en Google Maps ya aparece el edificio venido a menos, yaciendo de pie en sus propios huesos. Liverpool sin número. Antes ahí afuera los jóvenes fumaban mariguana y había un carrito de golosinas a granel. Lo tiraron una considerable suma de sismos mínimos. La fachada no tiene la cara principal así que se ven perfectamente las habitaciones, hoy llenas de ininteligible grafiti y ladrillos expuestos y tétricos ornamentos domésticos. Un tramo de banqueta clausurada es también propiedad del derrumbe. A la destruida casa la disque protegen vallas con inscripciones de penes y publicidad del concierto de Steve Aoki de hace un año. Qué rápido pasa el tiempo. Ese hogar en ruinas ahí permanece. A nadie le importa, de momento, volverlo un Starbucks. Monumento a la ciudad cambiante. Una casa inhabitable en medio de una colonia en angustiante modificación, estrenando familias y residentes capaces de pagarse una parcela de ciudad cerquita del Paseo del Emperador.

Alzo la mirada. En la azotea del edificio caído crece una planta. Verde y fabulosa. Respira en medio de tanta inmundicia. Las grietas del edificio parecen sus raíces. Bella y a lo alto, sobrevive al Valle de México.