‘Hospitales’, por Guadalupe Nettel

Hay cosas en las que la gente prefiere no pensar. Las prisiones y los hospitales forman parte de ellas. Saber que uno de nuestros amigos o familiares padece una enfermedad grave nos angustia tanto que la mayoría de las veces no logramos manejar nuestra conducta hacia ellos. Las dos reacciones más típicas son o bien aturdirlo con llamadas, consejos, recetas caseras, ofertas de solidaridad incondicional, o bien desentendernos y hacer como si no estuviéramos al tanto de su situación.

Son pocas las personas que visitan a sus amigos cuando están postrados en una cama. Para empezar, nos asusta contraer una de las enfermedades que circulan en los hospitales —como si los aeropuertos, las salas de cine, los baños púbicos, las estaciones de autobuses no estuvieran también llenas de gérmenes— y, sobre todo, nos da miedo presenciar la decrepitud así como el dolor físico, no sólo de nuestro conocido sino de quienes se hospedan en los cuartos de junto. Pero nosotros no constituimos el único problema.

Desde mi punto de vista, una de las carreras más loables y generosas que puede escoger un estudiante es la de medicina.

Siempre hubo y sigue habiendo doctores maravillosos. Sin embargo, muchas veces el comportamiento de los médicos también deja qué desear. No son pocos los que con el tiempo, pierden sensibilidad y olvidan que, además de un expediente, una cepa de células mutantes, un órgano afectado —por no hablar de un buen cheque—, tienen entre sus manos a una madre de familia, a una esposa o al hermano de alguien.

Algunos pierden tanto la capacidad de empatía que nos plantean la necesidad de un trasplante de hígado o una extracción de vejiga con la misma actitud desenfadada con la que el mecánico nos anuncia un cambio de balatas.

En lo que respecta a los enfermeros, la cosa no mejora. A pesar de que el trabajo que desempeñan es extenuante, sus turnos superan muchas veces las ocho horas reglamentarias y su salario, tanto en la medicina privada como en la pública, es ínfimo comparado con su esfuerzo. Son estos seres exhaustos y mal pagados los que se encargan de cuidarnos cuando más débiles estamos.

Otro aspecto, no menos importante, es el de la comida: a estas alturas, no se necesita estudiar medicina para saber que la alimentación juega un papel primordial en la salud pero los hospitales no parecen darse por enterados.

¿Qué comida ofrecen a los enfermos? ¿Lechugas y frutas orgánicas, granos y leche de primera calidad? No exactamente. ¿Pescado fresco y vegetales guisados de modo que despierten el apetito del enfermo? Tampoco. Por lujosa y cara que sea la institución, la comida que se impone a los enfermos se reduce casi siempre a carnes frías (saturadas de conservativos y sal), harinas blancas, azúcares refinados, comida en lata, servidos en platos desechables de poliuretano —uno de los materiales más tóxicos y propicios al cáncer que se encuentran en el mercado.

Cuidar no sólo significa poner a alguien en una cama y darle asistencia médica. Hay estudios que plantean la importancia de la actitud y el estado de ánimo en la recuperación de un enfermo y en esto influye tanto el comportamiento del médico como la comida. Poco a poco, en algunos países europeos, pero también en algunos hospitales de la provincia mexicana, está habiendo una toma de conciencia si no de todos estos factores, al menos sí de algunos de ellos.

No estaría de más procurar que también suceda en la ciudad donde nosotros vivimos.

 

(GUADALUPE NETTEL / [email protected])