(In)corrección política

Nunca fui un niño muy correcto: contradecía a mi madre y desafiaba las normas habituales. No compartía que los menores debiéramos guardar silencio cuando los padres conversaban en voz alta y me irritaba que me instruyeran cómo y de qué modo dirigirme a los demás. Hasta hoy no me gusta que me digan cómo interactuar o nombrar a alguien o algo. Sin saberlo, antes de mudar de dientes era un no creyente de la corrección política.

Hasta estos días me desconcierta encontrar a un militante de esa feligresía atento a que alguien haga o diga algo a su juicio incorrecto para blandir una mordaza y enseñar cómo comportarse. Para mí es sencillo: las cosas deben ser llamadas como son y debatirse sin acotaciones.

En meses recientes, mi infantil incorrección se ha visto desafiada al grado que ya no sé quién soy. La corrección política surgió como una serie de códigos para proteger a sectores desprotegidos, pero en este mundo raro las cosas pueden ser al revés.

Pongamos como ejemplo la declaración de Andrea Legorreta acerca de que no es culpa del gobierno que el dólar escalara a los cielos.

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En México, país donde Kafka sería un aburrido notario, estas declaraciones ahora pueden ser vistas como un ejercicio de incorrección política. Una parte de la sociedad cree que defender ciertas posturas –regularmente afines al discurso oficial– que para ella representan verdades, es liberal y revolucionario porque son contrarias a lo que piensa la mayoría o un sector asociado a una agenda opuesta a los intereses del país. En este México extraño ahora se considera correctamente político criticar a la autoridad, como si señalar a un gobierno, de un alcalde al presidente, fuese sencillo y no tuviera consecuencias –o como si se tratara de una moda–, y como incorrectamente político defender una postura impopular.

Desde mi consciencia neopolíticamente correcta quiero contar que en Estados Unidos ha surgido un gran movimiento de anticorrección política alentado por Obama, demócratas, republicanos e intelectuales que creen que no llamar o no decir las cosas como son se ha convertido en un muro que frena la discusión de las ideas.

¿En México nos adelantamos a este movimiento de incorrección política? No precisamente.

La diferencia es que acá la nueva incorrección política parte de un principio opuesto: tomar una postura –pongamos el credo Legarreta sobre el alza del dólar– como una verdad absoluta que se defiende con valentía porque desafía a la mayoría y no es cuestionada porque la sostiene una autoridad, como si esa autoridad –la que sea– no mintiera ni manipulara la percepción pública.

Hoy me declaro como un no creyente de la corrección y la incorrección política y un abierto simpatizante de que desde la postura que se desee, las cosas se nombren como son y se debatan. Pero por favor, que no se llame chilaquiles a los totopos con salsa.