La intensidad del gesto

 “Hay que comenzar a reírse de todo, llegar al caos si es necesario”

En un remoto paraje veracruzano un niño de cuatro años, huérfano, permanece en custodia de su abuela y un tío. Un día, obligado por el gen gregario que nos atraviesa, se zambulle en una melé de chamacos que juegan futbol en un patio. La maraña de pequeñas extremidades se detiene ante un sonoro berrido. “¡Me mordió!”, se escucha. Rápidamente todas las miradas se vuelven hacia el niño “¡Fue el nuevo!”, espetan al unísono; nuestro niño, es desterrado irrevocablemente de la grey de infantes.

Comienza un andar en el que “la radical soledad del ser” es el único hilo conductor en su vida. La imposibilidad de compartir una mirada sobre el mundo con otros niños de su edad lo orilla a refugiarse en su propio mundo. Y pronto descubre que este mundo propio puede expandirse, multiplicarse a través de la lectura. Se convierte en un lector voraz. Salvaje. Crece. Voltea a ver fuera de México y comienza a trotar por el mundo: Venezuela y Cuba, vuelta a México, Barcelona, Italia y Europa del Este.

Escribe furiosamente. Cuentos, novelas, ensayos. Con mucha precariedad pero con una libertad de espíritu que sólo tienen los grandes exploradores, aquellos que trazan tras de sí una estela de memorias imborrables en la historia del mundo, vive de sus traducciones (lo mismo a Henry James que a Joseph Conrad o a Witold Gombrowicz) y de su labor como editor.

Finalmente, a la edad de 51 años le llega el reconocimiento que merece como escritor. Y le llega fuera de México: gana el Premio Herralde de Novela que otorga el prestigiosísimo sello Anagrama con su novela El desfile del amor. Hablamos, por supuesto, de Sergio Pitol que este año cumple 80 años y ayer recibió uno de los muchísimos homenajes que su trayectoria ocupa en el Palacio de Bellas Artes.

De su vasta obra sobresale El arte de la fuga: ese portento de libro en el que se quiebran los linderos de los géneros literarios y en el que vemos los tres pilares sobre los que descansa el quehacer de la mente creativa de Sergio Pitol: la memoria, esas cicatrices en forma de imágenes que fijan el lugar desde donde se mira al mundo; la escritura (“Nada conozco tan reductor como el culto a la moda”); y quizá la dimensión más importante de su vida, la lectura (“La única influencia de la que uno debe defenderse es la de uno mismo” Bioy Casares; “La novela en su definición más amplia no es sino una impresión y directa de la vida” Henry James).

Dice Pitol: “Uno, me aventuro, es los libros que ha leído, la pintura que ha visto, la música escuchada y olvidada, las calles recorridas. Uno es su niñez, su familia, unos cuantos amigos, algunos amores, bastantes fastidios. Uno es una suma mermada por infinitas restas”. El yo de sus lectores queda ineludiblemente marcado por su obra, una que será tan inmortal como la capacidad del hombre de mirarse a sí mismo.

(DIEGO RABASA)