La música de clases

Crecer en un suburbio de clase media te marca. Vives tan en las orillas de la ciudad que de algún modo la metrópolis es una realidad lejana. Era el Estado de México. Eran los años ochenta. La crisis económica sin freno. Los suburbios interminables de la serie “Los años maravillosos” te resultaban más familiares que las calles de la Condesa, eso dónde queda. El metro era ese tren anaranjado del lejano DF; alguna vez te subiste, como turista, aunque en tu salón de la prepa muchos más se habían subido al metro de Nueva York. En los suburbios de clase media de la Ciudad de México, la gente no mira hacia el DF, sino hacia Estados Unidos.

Tus compañeros se han dividido en fresas, rockeros y nerds. No sabes por qué. Aún no has visto una high-school movie, pero sus categorías ya han separado a tu grupo. Los fresas oían a Timbiriche, a Flans y a Fresas, van a las discos; aún no se llamaban antros. Los rockeros fundamentaban su gusto en la rapidez de los guitarristas: en el suburbio, la musicalidad y el talento es igual a la velocidad con que se pueden tocar las notas. Escuchaban heavy metal, rock progresivo, eso era música. Lo demás era basura comercial. Pero tú eres nerd. Te da pena decir que oyes música clásica porque es para viejos. Muchos años después te dará más pena admitir que en realidad lo que oías eran los álbumes de Hooked on Classics: una serie de popurrís de las grandes obras maestras.

El resto de la música no importaba: el jazz eran esas clases de baile moderno de las academias de danza para señoras, nunca un tipo de música; el bolero era lo que cantaba Luis Miguel, o tu abuela. Ni hablar de la música grupera, tropical o norteña: esa la escuchaba el personal de servicio, o te las aprendías porque era lo que ponía el chofer de la combi. Hasta en los suburbios hay clases sociales. O mejor dicho: las clases sociales en los suburbios son de vida o muerte. Tan en la orilla nos sentimos que podemos caer en cualquier momento a la clase inferior, si no es que ya hemos caído y vivimos en la negación. Los gustos musicales se abrazaban para diferenciarnos, para no mezclarnos: cantábamos en inglés, you know. Cantar es un verbo demasiado generoso: washawashear sería lo indicado. Evribred yutéic, evrimú yuméic, evribrabriudrei, evrisinduldrei, abinguatchiyú.

A veces, en la madrugada, una trompeta de mariachi te reventaba el sueño. A tu vecina quinceañera le llevaban serenata. El repertorio era aleatorio o seguía una lógica de grandes éxitos (las que se medio sabía el novio), nunca era intencional: igual le cantaba “No volveré”, que “Amorcito corazón” o “El mariachi loco”. A medida de que quinceañeras y serenatas te obligaban al insomnio, te las ibas aprendiendo.

Se empezaba a escuchar rock en español; empezaba a haber conciertos. Se te ocurre comprar una guitarra y aprender a tocarla, a ver si así algún día conquistas una quinceañera. Formas tu banda de rock. Suenan lamentable, pero consigues que un pequeño bar extraviado en ese suburbio los deje tocar. La primera vez van tu papás y tus tíos. El local se llena. La paga son cervezas. La segunda vez casi no va nadie. Igual tocan, pero dejan empeñada la guitarra y el amplificador porque el dueño del local tiene que salir con los gastos y ustedes no vendieron suficientes boletos. Piensas que en todo eso hay una metáfora de algo, pero no alcanzas a entenderlo.

(FELIPE SOTO VITERBO / @felpas)