La posada que cambió mi vida

Hay muchas maneras de tener familia, nos dijo mi madre aquella mañana en que entramos por primera vez al orfanatorio en la colonia San Pedro de los Pinos en la Ciudad de México. Una monja de hábito blanco abrió la puerta, llevaba lentes y una sonrisa le dividía la cara de punta a punta. Tenía los dientes más grandes que había visto en mi corta vida. Debíamos conocer el orfanatorio para decidir cómo organizaríamos la posada para las niñas que en él vivían.

Teníamos 11 y 13 años, mi hermana Sonia, mi prima Mónica mis dos tíos y yo seguimos a la santa mujer con mi madre a un salón de clases. El edificio parecía una pequeña escuela, abajo los salones, las oficinas y el patio, arriba las habitaciones y la enfermería. Acordaron que produciríamos la posada para la segunda semana de diciembre. El tío Manuel, mi héroe, tocaba la guitarra y cantaba (según yo como Serrat), su mirada acampaba ternuras en mi corazón. Pepe su hermano gemelo tenía el sentido del humor más delicioso, su sonrisa abría caminos y detenía tormentas. De vuelta en casa nuestra tarea consistía en convencer e inspirara a amistades de la escuela para organizar una posada con teatro y música, hacer piñatas y conseguir los dulces. Las 60 niñas que habitaban el orfanatorio esperaban emocionadas la sorpresa.

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El primer año fue puro aprendizaje. Nuestro pequeño ego de niñas clasemedieras nos había hecho creer que éramos las protagonistas del día, después de todo llevaríamos una fiesta caritativa bastante bien producida a esas chicas vulnerables y abandonadas. Una niña sin brazos, con unos pies pequeñitos casi pegados a la cadera (víctima de la Talidomida) estaba ya lista en una silla especial en el patio. Todas lindas, recién bañadas y peinadas nos recibieron como recibe la dueña de la casa. Ana fue la primera niña con Síndrome de Down que conocí, me tomó de la mano para darme un tour por las habitaciones. Paredes tapizadas de dibujos increíbles y unos cuadros al óleo que, según me contó, fueron pintados por la niña de los pies chiquitos. Descubrí que cuando una hermana les caía mal podían descansar de ella y cambiar por otra (me pareció una opción genial).

Vieron nuestra obra de teatro y aplaudieron como si estuviesen en Carnegie Hall. Conforme cantamos los villancicos, zarandeamos la piñata a golpes y compartimos caramelos, mi vida cambió para siempre y la atea incipiente que yo era se relajó un poco. Cuando eres niña lo diferente y desconocido te inspira temor; pensaba  en el orfanatorio como representación del abandono; comprendí que también significaba la solidaridad de una familia elegida por los afectos y las ganas de vivir. Una niña que fue hallada recién nacida tirada en un basurero contaba su historia con el orgullo de una montañista que conquistó el Himalaya. Desde niña soy muy valiente, me dijo mientras yo aguantaba las lágrimas tragando saliva salada.

Dos años después mi maestro de teatro, Oscar Liera, nos ayudó a montar para el orfanatorio El mensajero del Rey de Tagore. Cada año, hasta que cumplí 18 y me fui de la Ciudad de México llevamos posadas; había niñas y bebés nuevas. La chica sin brazos seguía allí, casi adulta, sonriente, pintando con los pies y leyendo; sus cuadros se vendían en San Ángel. La chica con Síndrome de Down ya con una vida fuera de la casa de ventanas verdes, se convirtió en una de tantas voluntarias que organizaban eventos para la hermandad de valientes.

Mi madre siempre supo que no bastaba con señalar lo que sucedía en el mundo, importaba hacernos partícipes de lo posible. Esas visitas anuales al orfanatorio trastocaron drásticamente la representación del mundo que me había hecho hasta la pubertad. Diciembre, desde entonces, es para mí el mes en que aprendí a ser Persona.