Libres como avecitas, por @antonioortugno

Ser un freelance tiene la ventaja de que el día que te mueres de hambre nadie tiene que ir a buscarte a ningún lado porque ya estás en casa. Claro: no habrá ambulancia que vaya por ti porque no tienes seguro social ni médico y no habrá tampoco quien corra con los gastos de tu funeral. De hecho, es posible que tus amigos y parientes opten por dejarte ahí, en tu ‘estudio’, a secarte con el paso de los meses como un pez-diablo. De hecho, si eres acomodado en buena posición, el siguiente inquilino de tu departamento, que quizá sea otro iluso freelance, tendrá un perchero listo para colgar de él su sombrerito y ese paraguas que usará para resguardarse de la lluvia cuando deba salir, en mitad de un huracán, a intentar hacer válido un cheque que seguramente saldrá de hule.

Soy freelance hace justamente un año. Debo aceptar que no me ha sucedido aún nada tan tremebundo como la muerte. Claro, eso sucede porque tengo ahorros, una beca, una mujer que trabaja con la precisión y arrojo de un samurái y una disciplina prusiana para los gastos. Porque si mi vida hubiera dependido de las ganas de pagarme de mis ‘clientes’ ya estaría en el infierno hace rato, pidiéndole 10 pesos para un café al inventor del término freelance.

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Luego de 17 años metido en oficinas, me parecía un subgénero del paraíso la posibilidad de trabajar en casa y disponer de mi propio tiempo, sin jefes neuróticos, compañeros murmuradores, ‘posadas’ con rifa de perfumes incluida y tensas esperas por el depósito de la nómina quincenal. Ja: qué cándido fui. Ahora paso gran parte de mi tiempo elaborando recibos electrónicos, rellenando formatos de pago, descifrando las instrucciones inventadas por el contador en turno para resolver el acertijo demoniaco que implica “darse de alta” como proveedor. ¿’Proveedor’ de qué, si lo único que hago es corregirles las barbaridades ortográficas, gramaticales y conceptuales a una serie de personas con muchas ganas de escribir y poco talento para hacerlo? Ni que fuera el que les surte el gas. ¿Para qué necesita el contador mi acta de nacimiento y un .pdf de mi pasaporte? ¿Por qué tiene ese mórbido interés en que le mande un comprobante de domicilio ‘actualizado’? ¡Si el que debería tener miedo de que se le escondieran soy yo! ¿Para qué voy a mentir en unos datos que de todos modos constan en el estúpido recibo que valida Hacienda y les acabo de entregar?

Alguien me envió el otro día un meme en el que se decía que los freelance somos como caballeros jedi, porque trabajamos en bata. No, señores: lo somos porque debemos mesmerizar con nuestros poderes mentales a esa cofradía de recepcionistas, secretarias, contadores, administradores, auxiliares técnicos y señoritas de ventanilla que desean que el dinero que se nos adeuda por servicios ya recibidos no llegue a nuestras manos nunca. La próxima vez que deba acudir en busca de un cheque llevaré conmigo una espada láser. Y mi credencial de los boy scouts de Zapopan, porque a lo mejor la tengo que presentar.

 

(Antonio Ortuño)