Lo inaceptable de la muerte

Acurrucado, bañado de sudor que huele a melancolía, a rabia y a destiempo, recuerdas el sabor de nuestras palabras adolescentes, de las largas noches sentados en el césped, imaginándonos cómo seríamos defensores de libertades. Discutiendo hasta el alba que un hombre y una mujer sin ética, sin pasión, no son nada.

Eres el hombre agua que creyó ser fuego. Te meces sobre tu cuerpo como buscando alivio, rememorando las noches del Tepozteco, cuando arrullados en hamacas mirando al infinito, bebíamos cerveza y filosofábamos barato, porque en aquel entonces no nos costaba hablar con la verdad.

Te recuerdas cámara en mano, esa tarde en que te concebiste indomable y fuerte; te pensaste invencible porque creíste -de todo corazón- que podíamos ser libres. Creímos tú, yo y muchas de nuestra generación que cuando llegara el siglo XXI este país sería más justo, menos pobre, más humano. Querías ser periodista para dar cuenta de que los sueños se cumplen; pero llegó la pesadilla vestida de sicario gubernamental.

Han pasado los días y escribes tu desahucio en un trozo de papel periódico, diciendo que no soportabas la tortura y los golpes. Parece que tu cerebro está por estallar, meditar no te sirve, para eso se necesita silencio y paz.

Las palabras escurren de tu boca sangrante: sólo soy periodista, murmuras. Cada letra te duele, como te duele el vientre de los golpes recibidos. Igual te mataron, y cerca del diario te arrojaron como despojo. Para otros, incluso los colegas, ya no eres tú. Te llaman cadáver para exorcizar la tragedia de un hermano caído, para no mirarse en el espejo de lo posible, para no sacar el número del siguiente en turno. Dudamos, porque la confusión es la hija perversa de la guerra. Escribimos la palabra ejecutado, en lugar de decir asesinado, dos veces te matan entonces: la primera las balas, la segunda el derecho a demostrar que fuiste víctima y no cómplice de asesinos a sueldo.

Mientras tanto escribo por ti y para nosotras, escribo por mi libertad y a pesar del miedo de otros hacia nuestra locura por defender la transparencia y el derecho a narrar el mundo desde nuestros ojos y con el eco de la palabras de las miles de víctimas. Sabemos, qué bien que lo sabemos, que la retórica criminal y la del poder en turno se encuentran en la elipse discursiva. Hemos de conjurar el miedo, tejer crónicas para rescatar la compasión, la empatía y la solidaridad.

Y contamos a cada persona asesinada, buscamos sus nombres, intentamos revelar la humanidad detrás de cada tragedia. Recordamos al poeta que preguntó a los torturadores ¿qué paliza paterna te generó cobarde? Así nos atrevemos a mirar, para comprender el mapa de la codicia del poder, a los mercaderes de la muerte como sucedáneo de la seguridad. Escribimos sin doblegarnos, abrazadas a la simple idea de que no nos rendimos ante la guerra, ante la muerte, ante la inducción estratégica del miedo. No rendimos nuestra palabra, ni nuestra voz, ni ante el creciente cerco mediático. Aunque sean pocos aún tenemos medios sin miedo.

Ellos allá afuera juegan al ajedrez del odio y, como la justicia ya no tiene catres en las cárceles rebosantes de la República, lo de hoy es matar para limpiar; nos dicen que a los estudiantes los quemaron, sabemos ahora que no es cierto. Seguiremos buscando pues.

Aquí estamos, en la resistencia total ante la normalización del crimen como solución política, buscando serenidad para desentrañar la verdad y hacerle saber al régimen que la limpieza social es inaceptable.