Meterse a un ataúd

Por alguna extraña razón que algunos considerarán patológica he estado varias veces adentro de ellos. Supongo que escuché demasiado la historia de Bela Lugosi que enloqueció con su personaje de Drácula y dormía en un ataúd, al igual que Max Schreck, el actor que dio vida a Nosferatu en la película alemana de 1922.

Evidentemente no eran los ataúdes el motivo de mi obsesión, sino quizás experimentar, saber, comprender qué se siente estar muerto. Vivir la muerte: un oxímoron ancestral, absurdo, imposible, pero latente en las atormentadas almas de quienes vivimos.

La primera vez que lo hice fue estando en la universidad, escribí una canción que se llamaba Polvo y le hicimos un video en el taller de cine. En una toma salía cantando dentro de un ataúd que nos prestaron en una funeraria. El ataúd se atoró y me tuve que quedar ahí más de una hora esperando que lo pudieran abrir. No está de más decir que no fue una experiencia agradable.

En otra ocasión hice un reportaje sobre lo que costaba morirse en México y en Gayosso me metí a un ataúd barato y a uno caro. Debo decir que los dos son igual de incómodos. Y no creo que nada más porque uno esté muerto deba padecer semejante incomodidad y apretujamiento. El ataúd que en ese entonces costaba algo así como un millón de pesos era tan infame por dentro como el más económico de todos.

Debo decir que me fue imposible probar la comodidad de una urna para cenizas por obvias razones, pero tampoco me seduce la idea de pasar la eternidad en algo más parecido a un departamento del Infonavit que a un digno cenotafio.

Mi obsesión por la muerte no acabó ahí. Años después hice una serie de reportajes sobre el entonces llamado Servicio Médico Forense (ahora Instituto de Ciencias Forenses). Recuerdo -¡cómo olvidarlo!- que me acompañaba el gran camarógrafo Jorge Pliego, quien falleció hace algunas semanas. El querido Jorge y yo fuimos testigos azorados de varias autopsias; a un bebé que se ahogó en una cubeta de agua, a un niño de 10 años que se ahorcó con el cable de la plancha porque su hermana no le dio 10 pesos, a un indigente atropellado. Abrimos las gavetas donde se encontraban los cadáveres que nadie reclama, cadáveres calcinados, o pedazos humanos, vimos el cuerpo intacto de una hermosa adolescente que se desnucó al caer de la moto con su novio y el escalofriante procedimiento mediante el cual un joven apodado El Bebesaurio desprendía la piel del cráneo de los cadáveres, para luego serrucharlos, abrirlos y sacar los cerebros que tomaba cuidadosamente con sus manos toscas para entregarlos al médico.

Eran otros tiempos. A la muerte había que ir a buscarla para preguntarle cosas. No estaba todo el tiempo ahí como ahora, recordándonos a cada momento la insidiosa fragilidad de nuestras vidas. Hasta parecía que se reía con nosotros, o tal vez sólo se reía de nosotros y nunca supimos interpretar bien su gesto.

Antes celebrábamos a la muerte un par de días al año. Hoy la tememos y padecemos a diario. Su sonrisa catrinesca se ha vuelto una mueca de horror lacerante. Ya no tengo que meterme a ataúdes ni ir al forense para sentirla cerca. De hecho, ya no la busco, me he resignado finalmente a que sea ella la que me encuentre. Por eso, siempre que salgo de casa, salgo con mi calaca puesta, por si acaso se llega a ofrecer.