EL PERIODISMO QUE SALVA VIDAS

                                                                      A Carmen Aristegui, a un año de ausencia

A Karla Silva por haberle apostado a la justicia

En la universidad cuando no soñábamos con ser Kapuscinski fantaseábamos con ser periodistas de investigación para, si no tumbar a un presidente como Nixon con la investigación del Watergate, al menos derrocar a un secretario de estado o algún funcionario no tan menor. Pensábamos que así se medía el poder de la prensa.

Con el tiempo descubrí que Nixon renunció gracias a que la denuncia periodística fue acompañada por el poder judicial que investigó a un presidente, y a mi alrededor vi cómo el periodismo perdía su glamour y su impacto: las instituciones se blindaron contra las denuncias, los funcionarios se hicieron más cínicos y las pruebas de la corrupción ya no despeinaban a nadie.

El escándalo por la mansión de La Casa Blanca de Peña Nieto y su esposa no provocó despido alguno porque, en México, el cinismo, la corrupción y la impunidad caminan de la mano. En cambio, castigaron a la periodista Carmen Aristegui y a su equipo de investigación al destierro, y condenaron a sus millones de radioescuchas (fieles a su voz disidente, investigativa, abierta a las verdades no prefabricadas por las mafias que gobiernan) a consumir noticiarios salidos del mismo guión oficial.

“¿Sirve de algo hacer periodismo cuando sabemos que por más denuncias que hagamos no ocurre nada?”, me preguntó con desasosiego hace poco un periodista que masticaba la duda que muchos hemos tenido y para la que sólo pude esbozar ideas.

En contextos como el mexicano el buen periodismo no se puede medir como antes, no hay condiciones para hacerlo. Donde la justicia no funciona, donde la mentira se presenta como la verdad, el periodismo tiene alcances menos vistosos pero no menos importantes.

En este país donde la “narcoguerra” carga un saldo de más de 150 mil personas asesinadas, más de 27 mil desaparecidas, más de 300 mil desplazadas, y donde se ha instalado la muerte y el silencio, no falta quién nos pida a diario que colemos en los medios al menos una línea sobre la injusticia de la que se saben víctimas: para sentir que su palabra pesa que su historia cuenta que su sufrimiento existe.

Ese es nuestro papel en este momento: documentar, tomar testimonio, investigar, sumar datos y publicar de la manera más responsable y efectiva posible esas historias y los mecanismos de la impunidad que las hacen posibles. Y por más que parezca que no pasa nada y aunque ningún tomador de decisiones acuse de recibo, hacerlo con la convicción de que cada nota es un documento que forma parte de una Comisión de la Verdad en tiempo real (aunque la justicia se conjugue en tiempo futuro).

De mi maestro Javier Darío Restrepo aprendí eso: Nuestro trabajo es como lanzar pájaros al viento que, aunque no sabemos en qué rama se van a posar y quizás no nos toque ver dónde pondrán su nido, debemos tener fe de que así será. Tener fe de que la noticia que hoy escribimos y que parece que cae en el vacío un día servirá. Un día será la prueba para que un desplazado obtenga la visa que le salva la vida, el dato para que una familia encuentre a su pariente ausente, el detalle para que se le crea a una víctima en un tribunal.

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Recuerdo cuando Lulú, la mamá de Brandon Esteban –niño desaparecido junto a su papá, aunque tenía 9 años–, me pidió le dedicara mi libro donde mencioné su caso en un par de líneas, y me explicó que cuando su chiquito regresara ella se lo mostraría porque, al escribirlo, me hice testigo de su amorosa búsqueda. Y eso es: los periodistas somos testigos del dolor. Para quienes sufren nuestro trabajo tiene sentido.

Eso reaprendo cada vez que un papá o una mamá me piden que publique que su hija fue secuestrada, o el hallazgo del cadáver al que las autoridades no quieren hacerle prueba de ADN, pues cuando les digo preocupada que por esas notas podrían quizás asesinarlos me responden: “No importa, sabemos el riesgo, hay que correrlo por ella”. Para ellos, entonces, es importante.

Siempre encuentro motivos para mantener la esperanza de que lo que hacemos vale la pena, como cuando conozco a esos periodistas que, a pesar del riesgo, documentan fosas clandestinas, a la reportera fronteriza que busca los rastros de los migrantes perseguidos aunque sólo encuentra sangre, al colega silenciado que sólo tiene permitido contar muertos y no deja de llevar ese registro, a la valiente que recoge testimonios en pueblos serranos tomados por el narco, la joven que mantuvo su exigencia de justicia luego de que el alcalde la mandó golpear por sus notas o quienes han tenido que renunciar a su trabajo -dando una lección de dignidad- después de que su nota fue censurada por órdenes de un funcionario complacido por los directivos de su medio, o quienes se han quedado a dar la pelea adentro de su redacción.

Admiro a aquellos periodistas que empeñaron su dinero y su vida en un documental sobre Las Patronas o para mapear la Geografía del Dolor, y a quienes escriben a escondidas el libro con la información que en su empresa no publican, y a quienes se juntan con otros para documentar masacres como las de los migrantes o emprender proyectos colectivos. Y a aquellos que desde el área que les corresponde cubrir investigan lo que importa. A todas y todos los que desde su campo de acción intentan desmontar la mentira, la corrupción, la impunidad.

En estos tiempos en los que publirrelacionistas del poder se disfrazan de periodistas y las voces uniformes del oficialismo acaparan casi todos los medios repitiendo noticias falsas que nos intoxican, sobreviven trincheras donde se sigue haciendo periodismo que denuncia injusticias y revela mentiras oficiales, como las matanzas de Tlatlaya, Apatzingán o Ayotzinapa. Si bien en México los periodistas no tumban funcionarios corruptos, a veces, sin saberlo, salvan vidas y cada día siembran memoria.

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Fundadora de la Red Periodistas de a Pie. Colaboradora en la revista Proceso. Autora de "Fuego Cruzado: las víctimas atrapadas en la guerra del narco". Ganadora de varios premios internacionales entre los que destaca el Premio de Excelencia de la FNPI, Premio Wola de Derechos Humanos y Premio a la conciencia e integridad en el periodismo de la Fundación Nieman de la Universidad de Harvard.