Narcos

Entre los asuntos decepcionantes e incomprensibles de la serie Narcos, producida por Netflix, hay dos que no puedo superar: el primero es que hayan elegido a un actor brasileño para interpretar a Pablo Escobar. Hay que esforzarse mucho para echar a perder el acento más bonito de la lengua. En la boca del actor Wagner de Moura incluso proverbiales insultos colombianos como malparido o gonorrea suenan chocantes. La otra es un asunto de concordancia lógica: no se puede entender por qué si Pablo Escobar era un magnate capaz de pagar la deuda externa de su país no podía comprarse pantalones de su talla. A lo largo de toda la serie, de Moura hace poco más que fumar, maldecir y alzarse los pantalones.

No obstante lo anterior y los registros dignos del Canal de las Estrellas que la serie alcanza por momentos, Narcos tiene varios aciertos que la hacen valiosa. Si hay un segmento de la industria del entretenimiento que se ha atrevido a mirar con ojo crítico la cultura estadounidense y sus terriblemente hipócritas y paradójicos fundamentos son las series de televisión. Empezando por la política de alto nivel, pasando por la corrupción policiaca, la claudicación del espíritu democrático ante los intereses corporativos y el ingente consumo de drogas de su población, las series norteamericanas han abordado con frontalidad, inteligencia y maestría narrativa varios de los problemas más acuciantes de su población. Las series gringas son a la televisión mexicana lo que los Patriotas de Nueva Inglaterra a los Borregos Salvajes del Tec de Monterrey. Mientras en México seguimos siendo torturados por contenidos que parten del supuesto de que los televidentes somos impedidos mentales, los norteamericanos han logrado configurar verdaderas obras de arte que demuestran que lo inteligente y lo interesante no están peleados con lo entretenido.

Narcos explica cómo el surgimiento del narcotráfico –de la selva profunda de Colombia hasta alcanzar el dominio absoluto que tienen en países como México– pasa por la estúpida y criminal guerra contra las drogas, cuyos orígenes se remontan a un discurso que Richard Nixon dio ante el congreso en 1971. De acuerdo a la Drug Policy Alliance, más de 40 años después, los Estados Unidos gastan 51 mil millones de dólares (1.24 veces el presupuesto para la educación en México) en diversas actividades relacionadas con la guerra contra las drogas. Los más de 100 mil muertos que desde 2006 ha traído la guerra contra el narcotráfico en nuestro país muestran los resultados de dicha estrategia.

El 19 de abril del próximo año la ONU celebrará una sesión especial en su sede de Nueva York para debatir acerca del futuro de la política mundial en relación con el tráfico y consumo de drogas. Narcos puede caer en estereotipos burdos, pero logra tejer de manera estructurada y bien producida una historia que exhibe el germen del gran desastre mundial, y particularmente nacional, que vivimos en la actualidad alrededor de la política imperante en la materia.