“No hay peor turista que el mexicano”, por @dkrauze156

Los turistas nacionales son como una plaga bíblica que arrasa con bares, trenes y plazas, orina monumentos históricos, deja atrás toneladas de basura y anexa espacios que rápidamente se convierten en facsímiles del territorio mexicano. Donde quiera que vayan, los estudiantes de intercambio siempre tienen su antro y su bar. La endogamia patriotera es un prerrequisito para estar a gusto. El extranjero alquila su país y luego se sienta en la butaca, a ver qué destrozo perpetramos.

El mes pasado me tocó una muestra de nuestro vomitivo comportamiento en el extranjero. La Organización Nacional de Turismo Japonés (JNTO) extendió una invitación a agencias y medios mexicanos para visitar Japón, todo pagado, por una semana. Un amable editor me invitó y, claro, me uní al plan. Éramos siete. Buen grupo a excepción de un agente de viajes al que llamaré Pedro.

Para comenzar, Pedro avisó que no probaría bocado oriental. Menudo problema en un país donde es más fácil encontrar un mamut que un taco al pastor y, peor aún, durante un viaje organizado ex profeso para conocer Japón desde todos los ángulos: el cultural, el histórico y el culinario. La cosa no empezó bien. Pedro se negó a probar sushi, exigió que le sirvieran pollo en un comedor histórico y apenas picoteó una carne (deliciosa) que nos sirvieron en un restaurante de lujo. Así estableció su modus operandi: la anomalía no era él, un agente de viajes que se negaba a probar comida local, maravillosa y gratuita, sino el país remoto que no servía enchiladas en el desayuno

Pedro no planteó una sola pregunta a nuestra (amabilísima) guía, a la que insistía en cambiarle el nombre, llamándola Matsuko, Misiko o Mukiko en vez de Masako. Sin importar de qué estuviéramos hablando, Japón le importaba poco o nada. Lo que sí le interesaba vivamente eran las revistas pornográficas de los 7/11, el local de Hooters en Tokio y las adolescentes en las estaciones de metro (solo hablaba conmigo para compartir su opinión sobre “las chinitas”). Mientras el resto del grupo comía teppanyaki, otro guía lo llevaba a McDonald’s a empacar coca cola y quarter pounders. En la ceremonia del té, Pedro se negó a probar un dulce, pequeño como dado, inofensivo, parte básica del ritual. A sabiendas de que Japón es un país obsesionado con la limpieza, Pedro arrojaba basura a las calles y después la dejaba ahí: nuestro Hansel y Gretel versión cavernícola.

Cuando decidimos preguntarle por qué no probaba nada nuevo, Pedro disfrazó sus complejos con un tonito agresivo y mamón. “Así soy feliz”, respondía este tipo, dedicado a vender experiencias nuevas a sus clientes. Pero eso sí, en las juntas con miembros de la JNTO, Pedro desamarraba la lengua y robaba micrófono. Diez veces le exigió a los japoneses que hicieran algo con su lenguaje y su comida, barreras infranqueables (en su opinión) para el turista mexicano.

Como broche de oro, Pedro nos hizo esperar media hora arriba del camión que nos llevaría de vuelta al aeropuerto, porque estaba en su cuarto viendo el Super Bowl. Lo tuvimos que dejar, así que, encima de los 80 mil pesos que había costado el viaje por persona, la JNTO tuvo que desembolsar otros 350 dólares: el costo aproximado de un taxi de Tokio a Narita para nuestro amigo.

Tristemente, el comportamiento de Pedro revela mucho de nuestros defectos fuera de México, empezando por nuestra falta de respeto e interés por lo ajeno. Antes que nada, el turista es un embajador. Los “Pedros” manchan el expediente de México.   

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(Daniel Krauze)