Nuestros muertos, nuestros desaparecidos, por @alexxxalmazan

En el féisbuk vi la foto de un muñeco de trapo, ensangrentado, que salía de la cajuela de un taxi chilango. Era el horror del encajuelado llevado al Happy Halloween. Luego recordé lo que viví días atrás en Iguala: en el rastreo de fosas clandestinas que hacen policías comunitarios de otros municipios de Guerrero —a raíz de la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa—, dos colegas necesitaban “imagen” e imagen en su mundo bizarro era grabar una fosa con muchos huesos. No les bastaba haber encontrado dos hoyos de la muerte que estaban listos para usarse. Uno agarró la pala y el otro la barreta, y juntos escarbaron como si hubieran querido llegar a Japón.

Más que anécdotas de cómo la muerte le pela los dientes al mexicano o para un libro sobre los periodistas salvajes, las historias me parecieron que ejemplificaban lo que Octavio Paz escribió en El laberinto de la soledad: “La indiferencia del mexicano ante la muerte se nutre de su indiferencia ante la vida”.

Y entonces, no sé por qué, me acordé de las historias terribles de muerte que me han contado estos años. De la injustica, de la mala suerte. Y entonces, tampoco sé por qué, recordé que mamá había muerto como todos deberíamos de morir: de una enfermedad y de viejos. Pero la muerte ha evolucionado. La muerte moderna es la fosa hedionda, es el desaparecido, es el descuartizado en Youtube, es la matanza de pueblos, es el tambo con ácido, es el colgado en el puente, es Ayotzinapa, es México… y esa muerte moderna está que burbujea en la sangre del político y del militar y del policía que se asocia, protege o financia a los narcos y a los paramilitares. La muerte moderna también es el feminicidio, es el incendio provocado en una guardería, es el vecino que mataron por quitarle el auto…

Pero yo no vine a cambiarles su idea sobre la muerte. Cada uno sabe cómo sortear el peor de los dolores.

Vine a decirles que ellos, los desparecidos y los muertos, no son ajenos, son nuestros. Ojalá muchos de ellos vinieran a jalarnos los pies y nos pidieran, nos suplicaran, no dejar que nos ocurra por lo que ellos han pasado. Esto no ocurrirá, por supuesto. Y muchos irán a un Halloween, colgarán muñecos sanguinolentos, visitarán panteones, le llevarán música al difunto, comprarán cempasúchil y calaveritas de azúcar, y comerán pan y pondrán ofrendas. Quizá porque “(…) El mexicano, (a la muerte), la frecuenta, la burla, la acaricia, duerme con ella, la festeja, es uno de sus juguetes favoritos y su amor más permanente”, escribió Paz.

Recuerdo que en la ofrenda modesta que ponía mamá el Día de Muertos, siempre había una veladora para los otros. Y esos otros eran los muertos del barrio que mamá ni siquiera conoció, pero le parecía que era de humanos no olvidarlos.

Nuestros muertos y nuestros desaparecidos necesitan una veladora. Necesitan que los vivos indolentes les hagamos justicia.

(ALEJANDRO ALMAZAN / @ALEXXXALMAZAN)