Perder amigos, cultivar amigos

Para Sergio y Luis El año pasado perdí amigos. Es una cosa que he lamentado mucho. En tiempos en que casi todo mundo quiere ganar seguidores –¿se han puesto a pensar qué rara palabra esa para cifrar una relación: follower?— a mí en 2013 me ocurrió que perdí un par de amigos en las circunstancias de los malentendidos, los egos y, supongo sin tono dramático, como algo que pasa en la vida cuando no se tiene en cuenta lo que narra Rafael Pérez Gay en El cerebro de mi hermano, su más reciente libro. Esta iba a ser una columna sobre los propósitos de año nuevo para el DF. Para MásDF que ahora también, y a partir de hoy, se publicará en mi ciudad natal, Guadalajara. Enhorabuena por eso. Iba a ser una entrega sobre una propuesta modesta o ingenua, como se quiera: que 2014 no sea para la ciudad un año de pugnas estériles. Que los capitalinos no sólo elijan batallas, sino que las ganen. Pero con las fiestas llegó un nuevo kindle y con él El cerebro de mi hermano, un nuevo libro del más que nunca entrañable Rafael Pérez Gay. Al terminar el pequeño pero poderoso texto, pensé en los amigos que ya no tengo. Y pensé que lo debido es encomiar, recomendar, la lectura del ejemplar publicado hace pocas semanas por Seix Barral. Pérez Gay escribe no sobre la pérdida de su hermano José María. Sino sobre la vida de su familia (uno de sus temas recurrentes y afortunados) y sobre la vida misma. No es un libro triste. No es un tratado tanatológico. Es un hermoso texto sobre los misterios de la muerte y un ejemplo de que se puede encarar una grave enfermedad, y a la vida, insisto, con una dignidad desprovista de esa beatitud que hoy quiere que todo sea políticamente correcto. Y es, sobre todo, un libro sobre la gran amistad que tuvieron José María -Chema para el medio literario y político, Pepe para su hermano menor— y Rafael Pérez Gay. Una que también padeció el encendido encono que trajo a muchos la elección de 2006. “No podemos entender todo de las personas que queremos. Las regiones oscuras de quienes amamos dicen tanto o más que los espacios transparentes, luminosos, y conviene que aprendamos a vivir con esas sombras”, dice en un momento Pérez Gay al recordar los diferendos políticos entre él y su hermano. Rafael agrega páginas más adelante: “En las amistades largas hay de todo: adquirimos el ungüento contra el dolor, el bálsamo que cura la desesperanza, la tableta de la tranquilidad, la pócima de la juventud y también, es cierto, el aceite de ricino del incordio y el jabón del perro de la discordia”. Porque como expone Pérez Gay incluso entre hermanos la amistad debe ser cuidada, es un acto, o un conjunto de actos deliberados, como muchos otros que pueden trascender, volverse memorables en nuestras biografías. Hace años en El País se publicó un texto que solía repartir en mi clase de periodismo radiofónico. Se llama Elogio de la tertulia y es de Gabriel Jackson. De los argumentos del autor yo subrayaba para los alumnos la idea de que sin una cuidadosa preparación no puede ocurrir una buena velada, una noche mágica, o, para el prosaico caso, un buen programa de radio. Estirando lo anterior un poco más, y en palabras que alguna vez leí en otro diario, que crear buenos recuerdos supone esfuerzos en tanto que los malos recuerdos llegarán solos. Pérez Gay lo pone así: “si no admitimos que los días felices están contados, no hay lugar para el placer y la diversidad de cosas magníficas que hay en el camino a la tumba”. Comienza un año, tiempo de propósitos y cosas por el estilo. Inmejorable inicio para mí acompañado de las líneas de Rafa Pérez Gay. Para pensar en aprender de los amigos perdidos, y para pensar en los que hay que cultivar.

(SALVADOR CAMARENA / @salcamarena)