Puño y letra, por @ds_paris

Desde hace tiempo he intentado desterrar de mí, poco a poco, los resabios de nostalgia que llegaron a inspirarme las tecnologías de la escritura que han quedado obsoletas. Tuve una modesta colección de máquinas de escribir de la que me deshice en varias tandas, sin que me doliera en absoluto hacerlo. No guardo la reverencia hacia las computadoras primigenias que algunos geeks contemporáneos profesan. Las editoriales que se jactan de editar sólo con tipos móviles, en imprentas con nombre propio, y los editores que centran la atención entera de su oficio en hablar del olor de cierta tinta (valiéndoles tres kilos de papel bond la calidad de los contenidos que publican) me producen un rechazo cercano al asco. Incluso los papiros encontrados en sarcófagos me dejan bastante frío, pues esa zona en que la historia de la literatura colinda con la arqueología me parece asunto para documentales amarillistas del History Chanel.

 Pese a todo, debo reconocer que todavía conservo cierto morbo por los manuscritos, los cuadernos encontrados y los libros firmados. La Tierra baldía de Eliot rayoneada por Pound, el rollo de hojas continuas donde Kerouac mecanografió En el camino, el baúl de legajos de Pessoa, la caja fuerte en Suiza de donde se van sacando, a cuenta gotas, los inéditos de Canetti, las marcas al margen, las dedicatorias de puño y letra, las enmiendas a pluma y las zonas ilegibles me siguen provocando una fascinación malsana. Supongo que es la fascinación por el original —su aura— en un tiempo de reproducciones técnicas y de palabras colgadas a la intangible nube. La marca del lápiz o el bolígrafo, que remite de un modo más directo al autor de cierto texto, lo nimba para mí con una luz distinta.

El discurso vacío, novela genial de Mario Levrero, nace de la convicción (asumida como estrategia creativa) de que la caligrafía influye en la vida de un modo directo; el libro registra las mejoras caligráficas del autor (sin mostrarlas) y tiene a la palabra escrita a mano como su protagonista más obvio.

Pero más allá de ejemplos como el de Levrero, me debato contra esa filia: ¿qué interés puede tener la servilleta donde se escribió un poema, si no ayuda a comprender más cabalmente su sentido? Quisiera ser radicalmente moderno y abrazar con júbilo la revolución de los soportes digitales, celebrando de paso que se extinga el rubor emocionado que llega a producir el hallazgo de una dedicatoria en una librería de viejo. Pero no lo consigo: yo mismo atesoro con viciado fervor algunos libros firmados con fastidio por sus autores. Y tengo dos cajas con libretas que fui llenando durante mis años mozos, mismas que conservo solamente porque las escribí a mano, ya que el contenido me parece vergonzante y estúpido. Alguna vez encontré, incluso, un papelito anónimo tirado en la calle, con un fragmento de poema (malísimo) y me resultó imposible deshacerme de él sin arrepentimiento.

La letra escrita con la mano se resiste a mi afán por cancelar nostalgias. Como huella de una acción, pero también como recipiente de un aura indeleble, la palabra manual es mi pensamiento mágico.

(DANIEL SALDAÑA PARÍS)