Regalitos, por @AntonioOrtugno

Nada como llegar a la Navidad y que le pongan a uno en las manos un regalito brillante y maravilloso. Todos sabemos qué hacer en ese momento: abrimos el envoltorio, miramos el contenido, fingimos una sonrisa y procedemos a maldecir mentalmente la imbecilidad del regalador. Desde la infancia me quedó claro que nací para ser uno de esos elegidos a quienes la Humanidad infama con un baño anual de obsequios absurdos y decepcionantes. Creo que el corazón se me volvió de piedra a los cinco años.

Ahora que hemos comprobado que todas las listas de los medios son producto de la corrupción (sobre todo cuando no sale uno en ellas), aventuro este top five negativo con la esperanza de exorcizar mis traumas vitales. Ordeno sus incisos cronológicamente y no por el grado de dolor que me causaron. He aquí los peores regalos que me trajo la Navidad:

1. Un armatoste de tres ruedas, forma de grillo crucificado y asiento bajísimo, llamado “La máquina verde”, al que se lograba poner en acción con la aplicación de fuerzas hercúleas y sólo para comprobar que uno era rebasado por los niños que sí habían recibido bicicletas y por sus hermanitos en triciclo. Era un juguete que despertaba la imaginación, porque había que inventarse excusas cada vez más creativas para no utilizarlo. Me arruinó la Navidad de 1984.

2. Una bufanda color aqua esponjada al grado de parecer una de las estolas de Liza Minelli. Fue un milagro que no apareciera colgado de una lámpara con ella en la Navidad de 1988.

3. Un disco con diez éxitos navideños cantados por Topo Gigio, ese ratón mitad bonaerense y mitad napolitano. Llevaba semanas deslizando en las cenas caseras el dato de que quería el …And Justice For All, de Metallica. Sí: celebré por un par de horas cuando vi un envoltorio con forma de LP al lado del nacimiento. Nunca me recobré de la aparición de Topo Gigio. Pasé deprimido todo 1990.

4. Las obras completas de una chica con la que salí a mediados de los años noventa, escritas de propia mano en un cuadernito con pastas negras y que contenían, entre otras delicias, dos sonetos dedicados a la divinidad de Cristo. Casi muero de tétanos por sostener durante dos horas la sonrisa más falsa de mi vida en la cena de Noche Buena de 1995. A partir de ese momento, cada vez que la tenía en brazos lo que miraba era el rostro inmaculado de San Juditas Tadeo. Obviamente, fracasamos.

5. Medio kilo de jamón en rebanadas, que recibí en un intercambio por allá del 2005 precedido por la frase: “Como ya tienes muchos libros, pensé que esto iba a gustarte más”. Como toda mi hipocresía se agotó en 1995, fui incapaz de reaccionar y me limité a quedarme sentado, sin parpadear, con el pequeño bulto viscoso en las manos. Mi victimario me miró con ojos bovinos sin comprender el tamaño de su pecado. Todavía, me dicen, se indignó al descubrir el regalo en el bote de la basura. “No entiende el sentido de la Navidad”, espetó.

Al contrario: lo entiendo demasiado bien.

(ANTONIO ORTUÑO)