“Semana Santa en Macondo”, por @alexxxalmazan

Cuando llegué a Sayula había un cielo que parecía una mandarina y yo creí haber llegado a Comala. Descarté pronto la idea porque Juan Rulfo sólo nació en Sayula, en la casa 48 de la entonces calle Madero, y sus historias donde hablaban los muertos las escuchó en otros pueblos a la redonda.

Lo que nunca preví fue conocer a doña Jesu Anaya ni que los relatos que le oí contar todo el Jueves Santo —el día que murió Gabriel García Márquez—, me dieran la impresión de que doña Jesu vivía en Macondo.

En Sayula, las sábanas en los tendederos no hacen volar a la gente ni tampoco hay quién invente el hielo (las fábricas de hielo en Sayula fueron cerradas; parece que a nadie le ha importado que el sol de los mil quinientos demonios abrase al pueblo la mayor parte del año).

En Sayula lo que hay son cigarras que suenan como alarmas sísmicas, casas de doscientos o trescientos años donde hacen su voluntad los fantasmas, tolvaneras que vuelan trailers, el ánima de Perico Zurres que suele presentarse con los hombres como un buen sujeto, “muy puto mientras vivió”, y más historias que nadie creería. ¿Será posible, por ejemplo, que un día, la encargada de la funeraria no sabía cómo meter en el ataúd al hombre que había muerto encogido, por un problema de columna, hasta que se le ocurrió sacarle provecho a sus más de cien kilos y le cayó encima al difunto para enderezarlo? ¿Es verdad que a Sayula la azota la Mataviejitas, una mujer que, según los semanarios del pueblo, todos saben quién es y que, entre sus robos, se cuentan dos kilos de tortillas y uno de bistec?

La mejor historia que le oí a doña Jesu le sucedió a ella.

Estaba mirando las noticias en el televisor cuando escuchó un grito. Pensó que era una sobrina que está enferma y que vivía en la casa de al lado, pero luego entendió que el ruido venía de la calle y se asomó por la ventana: dos autos habían chocado y una mujer, la copiloto de uno de ellos, estaba herida. ¡Llámenle a la ambulancia!, gritó alguien y, mientras otro cumplía con llamar, el chofer de un camión se encontró en su camino el choque, giró el volante y fue a estamparse a un poste de luz. Los cables comenzaron a retorcerse en el suelo y tronaban.

La ambulancia llegó rápido. Los paramédicos cargaron con la herida entre los cortos circuitos, pero olvidaron cerrar la puerta trasera de la ambulancia. Cuando se echaron en reversa, la desprendieron. Todo eso ocurría mientras un carro estacionado frente al choque empezó a explotar: así, de la nada, las cuatro llantas se le poncharon. “Yo saqué mi pomito de agua bendita y comencé a regar la calle por si las dudas”, me dijo doña Jesu a manera de epílogo y yo me imaginé que, de un momento a otro, vería a sus espaldas mariposas amarillas, siguiéndola como si fueran la cola de un cometa.

Posdata:

Macondo puede ser cualquier lugar donde haya historias extraordinarias y exista quien las cuente. García Márquez las escuchó, las contó y las leímos.

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(ALEJANDRO ALMAZÁN / @alexxxalmazan)