¡Sonrían, ciudadanos!, por Guadalupe Nettel

Tras un intento fallido porque la sociedad civil “superara Ayotzinapa˝, el presidente de México anunció ayer que emprenderá una batalla contra la corrupción. Nombró a un Secretario de la Función Pública y pidió que lo investigaran a él mismo por los escándalos que lo involucran. Cualquiera que haya vivido en México durante los últimos sexenios del PRI dudará y, con toda razón, de la credibilidad de estas medidas. Sin embargo, se trata de un gesto elocuente y nada desdeñable. Más que una verdadera voluntad de transparencia, debemos considerarlo como lo que es: una prueba de que nuestras denuncias constantes y nuestro descontento han hecho mella en su gobierno, una constatación de la fuerza que adquirimos cuando nos organizamos.

Quien haya asistido a las clases de filosofía política que impartía el incansable Carlos Pereyra, no olvidará su insistencia en la participación ciudadana. Para formar una democracia, decía, no basta con asistir a las urnas y elegir a los gobernantes. Se necesita que cada individuo participe en los asuntos de la polis, y vigile a quienes están en el poder. Adquirir conciencia de nuestras responsabilidades nos ha llevado años. Hace poco, un amigo que encabezó un movimiento en su barrio, se quejaba de todas las personas que al cruzarse con él, le daban consejos sobre lo que debía hacer. “¿Por qué en vez de sugerir tareas no se encargan de ejecutarlas ellos mismos?”. La gente argumenta que no tiene tiempo, que la familia y el trabajo de cada uno representan ya demasiadas obligaciones. Sin embargo, lo que en realidad nos hace falta, es una cultura cívica.

Los insultos dicen mucho acerca de un país. En México, uno de los más agresivos es “hijo de la chingada”, porque la madre en nuestra sociedad es una figura intocable. En cambio a un holandés se le humilla públicamente si en la calle lo llaman “asocial”. “¿Pero qué significa exactamente?” Pregunté atónita, cuando me lo dijeron. “Pues que no respeta, como es debido, las reglas ciudadanas.” Al oír la explicación, no supe si reír o echarme a llorar. Los mexicanos, somos un pueblo extremadamente susceptible y muy fácil de agraviar, sin embargo no conozco a un solo compatriota capaz de ofenderse si lo llaman así.

Aunque debería estar tan arraigada como la culinaria, futbolística, religiosa o etílica, por mencionar algunas, nuestra cultura cívica ha sido durante muchos años prácticamente invisible. En nuestro país, la palabra “civismo” recuerda apenas la materia más desangelada de la secundaria, una asignatura que la SEP optó por eliminar hace años del programa de estudios.

Sin embargo, desde hace cuatro meses, las cosas han tomado otro cariz. La tragedia de Iguala consiguió sacar de su letargo habitual a la sociedad mexicana. Manifestaciones de inconformidad de todo tipo proliferaron en torno a estos hechos de una forma inédita desde 1994. Por fortuna, este espíritu de protesta no se atascó en un solo tema, como vaticinaban algunos. Ayotzinapa constituyó quizás el detonador de un hartazgo acumulado desde hacía décadas, pero a diferencia de lo que ocurría hace apenas un año, los escándalos de corrupción, los hallazgos constantes de fosas con cuerpos sin identificar, los asesinatos de periodistas en toda la república, ya no están resultando indiferentes. La prueba, insisto, nos la dio ayer EPN con su cambio de discurso. Sólo a un presidente sacudido por una crisis de credibilidad, como lo ha sido él durante los últimos meses, se le puede ocurrir este recurso. Falta mucho por hacer en términos de civismo, pero hoy nos merecemos una sonrisa de satisfacción y reconocimiento, y estoy segura de que el buen Carlos Pereyra la comparte desde su tumba o donde quiera que se encuentre.

(Guadalupe Nettel)