TERROR

 

Uno de los efectos más nocivos de los atentados terroristas, como su nombre lo indica, es el efecto psicológico que producen. No sólo es la sensación de miedo y fragilidad que despiertan entre la población local o las restricciones de movilidad que ocasionan sino que producen estados de excepción que son un caldo de cultivo inmejorable para el florecimiento de sentimientos nacionalistas o reaccionarios.

Después de los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York el mundo cambió por completo. La vigilancia cibernética se convirtió en una obsesión por parte de gobiernos en todo el mundo. En Estados Unidos se institucionalizó la tortura y se instrumentaron los asesinatos extrajudiciales a través de aviones no tripulados (drones). La invasión de fuerzas aliadas en Afganistán comandada por nuestros vecinos del norte sigue vigente. La propia Defensa estadounidense reconoce más de tres mil muertos y 20 mil heridos entre las filas de la coalición. Una investigación realizada en la Universidad de Brown ubica por encima de 26 mil los civiles que han muerto por causas directamente relacionadas con dicha guerra. Además de la captura o el asesinato de altos miembros de Al Qaeda no hay mucho más que dicha incursión militar pueda presumir. Como podemos atestiguar en México, la premisa que supone que al capturar o abatir a los líderes de una organización enemiga, terminará la violencia es absolutamente falsa.

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Las potencias occidentales son en muchos sentidos cómplices del grado de devastación que campa en Medio Oriente y el norte de África donde el Estado Islámico ha conseguido hacerse de provincias y territorios. La hipócrita relación que han tenido con dictadores como Gadafi, El Assad o Mubarak, quienes fueron considerados, dependiendo de los intereses en turno, aliados o enemigos, aunada a la rapiña con la que han codiciado los recursos naturales de muchos de estos países, han creado un territorio ideal para el florecimiento de un grupo como el Estado Islámico. Para no ir más lejos, hay que considerar que buena parte del sofísticado armamento de dicha agrupación proviene del ejercito norteamericano que al hacer una retirada casi total de Irak dejó tras de sí tanques, vehículos Jeep, batería antiáerea y miles de rifles de asalto que el Estado Islámico capturó sin demasiados problemas de las débiles fuerzas iraquíes.

Recientemente tuve ocasión de charlar con uno de los periodistas más reconocidos en el mundo, especialista en temas de guerra y específicamente en la región del Medio Oriente (el tono informal de la conversación me obliga a omitir su nombre), quien me dijo, contrario a la templanza y complejidad con la que suele emitir sus opiniones acerca de asuntos geopolíticos de esta naturaleza, que en las potencias occidentales tenían que liquidar, por cualquier medio posible, al Estado Islámico.

A la par de lo que parece ser una guerra inminente, este tipo de tragedias deberían de servir para provocar reflexiones acerca de la política exterior que los países más desarrollados tienen con los países más débiles, que suelen ser vistos como tableros de ajedrez en los cuales se dirimen los conflictos y los intereses de los poderosos. Detrás de tragedias como la de París, se encuentra mucho más que una serie de hombres malignos que quieren instaurar un régimen religioso sádico y fundamentalista. Tanto el Estado Islámico como el contexto en el que ocurre su explosiva expansión, están directamente vinculados con un sistema político, económico y social que sigue ensanchando las brechas de desarrollo y pauperizando a las poblaciones desfavorecidas.