Tierras arrasadas

Leí la primera parte de ese libro hasta la madrugada en el hotel. Soñé con Epitafio, Estela, con los personajes sinombre, los buitres y un halcón. 

Luego lo terminé en el avión; mi espera en el aeropuerto pasó desapercibida. No puedo decirles mucho. Ahora estoy en casa, abrumada y arrasada por estas historias y la manera que tiene Emiliano Monge de contar lo inenarrable.

Un libro no es el mundo, imposible recrearlo todo en su esplendor o su profunda miseria y crueldad, pero este libro sí es un trozo del mundo, un recuento imprescindible de corazones despedazados, zurcidos con desesperación, hombres y mujeres mirándose unos a otros forzándose a otear el dolor y la crueldad a manera de venganza: si a mí me lo hicieron y no pude salir del infierno, tú te quedas a mi lado, te jodes y te transformas en lo mismo en lo que yo me he transfigurado; así, parecen decir sus personajes.

De alguna manera ser una novela inacabada es una de sus virtudes;  no pretende decirlo todo, es profundamente honesta, nos pone los retazos de un todo frente a los ojos. El tejido fino, en cambio, el juego con los diferentes lenguajes y planos tiene el sello inconfundible de este joven autor. Escritura de la buena, de la mejor, lo cual confronta  a sus lectores con una manera de ver el mundo casi siempre plana y unilateral y, por lo tanto, inacabada también.

Estoy segura de que no hay texto periodístico que haga honor a las voces de los migrantes ultimados y desaparecidos; de los adolescentes devorados por el narco, forzados a tener una vida adulta cuando aún no están preparados para ello, o de las mujeres abusadas y asesinadas como lo hace Emiliano, con poesía en medio de la carroña.

Más que un disfraz, me gusta pensar que, cuando intervenimos -desde la ficción o el periodismo- en las vidas de las y los otros, accedemos a sus experiencias sensoriales y emocionales y al entrevistarles acaso podemos tocar un ápice de su verdadera vivencia sentimental, allí donde se entretejen las imágenes primordiales de las y los otros.

Con cada libro adoptamos un miedo, pequeñito y delicado como un gusano de seda. El miedo a no hacer justicia a las palabras del otro, a no ser capaces de crear una metáfora digna del momento, un símbolo propio de esa voz o de aquella mirada, el temor de habernos traicionado y escribir desde el ego y no desde el alma, el miedo a bajar a los infiernos y al volver ser incapaces de dar cuenta de las verdades ardientes.

Esto justamente logra el autor con Las Tierras Arrasadas: abrir el telón de lo que toda la sociedad mexicana sospecha pero que casi siempre es incapaz de pronunciar. Al conectarse con la mente colectiva Emiliano logra mostrar un país que se reinventa en el amor, la muerte y la valentía, infiltrado a ratos por una crueldad dantesca donde los olvidados despachan sus venganzas ajenos al amor por la vida y la dignidad de los otros. Lo hace con la inteligencia de un ingeniero que construye tres puentes paralelos, con la técnica refinada del escritor profesional. Me parece que es justo ese logro lo que nos hace leer un libro y sentir que habitamos el mundo otra vez, que alguien ha capturado la verdadera esencia de lo que amerita ser narrado para ser visto de nueva cuenta como por primera vez, desde el incómodo asiento del conductor y no desde la butaca simplona del espectador guevón y superficial de temporada en redes sociales.