Timbuktu, México; por @drabasa

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Una de las películas más controversiales de los últimos meses es sin duda alguna Timbuktu, del cineasta mauritano Abderrahmane Sissako. En ella vemos la ocupación que un grupo islamista radical (en alusión directa a Boko Haram o al Estado Islámico) realiza en la mítica ciudad de Timbuktu, en Mali. La película comenzó a generar polémica cuando el alcalde del suburbio parisino Villiers-sur-Marne intentó vetarla y cancelar varias proyecciones, argumentando que el filme representa una peligrosa apología del terrorismo. Poco después, el festival de cine africano Fespaco eliminó de su programación la cinta alegando “motivos de seguridad”, temiendo quizá que pudieran levantar ámpula al interior del grupo Boko Haram que opera en Nigeria, Níger, Chad y partes de Camerún.
Visualmente esplendorosa, la película muestra la brutal y radical instrumentación de la sharia que el grupo islamista realiza en un pequeño poblado de costumbres ancestrales. Además de la puesta en marcha del medieval sistema punitivo de la lapidación o las ejecuciones sumarias públicas, el régimen aplica medidas tales como prohibir la música, el futbol, sentarse afuera del hogar en estado de ocio y obliga a las mujeres a usar calcetines y guantes en todo momento, además de prohibirles, por supuesto, tener al descubierto cualquier parte del cuerpo que no sean los ojos. Timbuktu cuenta la estoica resistencia que monta un pequeño sector femenino de la población, y muestra también el inevitable y catastrófico devenir de una población que se queda en medio de una lucha asimétrica entre el gobierno que la rige y las nuevas fuerzas de ocupación.
Las diferencias operativas, ideológicas, contextuales, históricas y puntuales entre el califato islámico y el derrumbe estatal y social en nuestro país son obvias y evidentes, y el componente dogmático religioso en el caso islámico es insoslayable, pero los regímenes de terror, como los que imperan en buena parte de México, encuentran un inmejorable caldo de cultivo en poblaciones devastadas por la corrupción, la violencia y la desigualdad sistémicas. Los grupos subversivos ocupan grandes vacíos dejados por gobiernos fracasados que nunca pudieron o quisieron incluir en su proyecto a miembros rezagados de su población.
Mientras la vida cotidiana en inmensas porciones del territorio nacional supone un calvario en el que los hombres y las mujeres están a merced de una triada corporativa-gubernamental-criminal cada vez más difícil de diferenciar entre sí, el discurso oficial sigue empeñado en combatir la pobreza, el rezago, la injusticia, la desigualdad y la violencia con spots de televisión y programas de filantropismo clientelar. El descontento y la desesperación, no obstante, como lo muestra la cinta Timbuktu, se siguen acumulando peligrosamente, generando heridas cada vez más hondas, divisiones cada vez más profundas y provocando que la idea del rescate o cambio de rumbo se vea cada vez más lejana.

(DIEGO RABASA)