Todos hípsters

La palabrita abunda. “Yo no soy un hípster”, me jura un conocido a quien, por supuesto, apodan el “Hípster”. Me llaman de un periódico para preguntar qué opino de los hípsters. Voy a un café y el vecino de mesa se queja, cuando le traen la cuenta, de que le cobren el té chai a precio de oro “como si uno fuera hípster”. Hierven las redes de acusaciones cruzadas de hipsterismo entre A y B (no hay cómo saber quién tiene la razón, porque ambos llevan bigotito de Pedro Infante y gafas de pasta), de cuestionarios matangas para saber qué tan hípster es uno, de artículos sobre presuntas subculturas juveniles que han llegado al mundo para desplazar a los hípsters (uno lee las descripciones de esos nuevos bichos y concluye que se trata, claro, de más hípsters). En fin. Después de ese bombardeo interminable, uno podría pensar que los hípsters, de hecho, son un asunto crucial.

¿De verdad ameritan toda esa atención? Hay en el país cinco barrios “gentrificados” por la invasión hípster que se reparten entre el DF, Guadalajara y Monterrey, y ciertas calles con visible presencia hípster en otras ciudades (leo que los hípsters de Mérida se reúnen en tal o cual “cafebrería” y me los imagino vestidos con guayaberas “retro” indistinguibles de las comunes y corrientes pero más caras). Y, bueno, es innegable la pululación de barbones en bicicleta aquí y allá y de negocios indie que venden cosas más o menos inútiles con tal de que parezcan viejas. Twitter está repleto de hípsters, lo mismo que las redes como Instagram y demás, ideales para subir fotos de platillos de cocina fusión de barrio, cafés mezclados con mezcal y repostería con motivos pop (una madalena con cara de Alf el extraterrestre, por ejemplo). Allí están, pues. Son el chiste de moda hace cuatro o cinco años. Todos hemos compartido un meme de hípsters alguna vez.

Insisto: ¿importan? ¿Podemos extraer alguna clase de conclusión interesante del tema? Lo dudo bastante. La crítica al hipsterismo se ceba en la supuesta hipocresía del hípster, que cree salvar al mundo lloriqueando en las redes sociales y que se dedica a consumir toda clase de productos diseñados específicamente para gustar a gente como él (esa vieja paradoja del comercio: sentirse especial por adquirir un artículo que se fabrica en masa). Es decir, por hacer lo mismo que el resto de las personas con capacidad de compra en este país (y en el occidente del mundo). Seamos sinceros: la docilidad de las clases medias y altas mexicanas ante el poder, los medios y el mercado ha sido invariable desde tiempos de Guadalupe Victoria (pese a que hayan renegado durante todo el trayecto). Los hípsters no la inventaron ni la radicalizaron: la heredaron de sus padres y abuelos. La única diferencia es que usan peinados peculiares y les gusta adoptar gatitos.