Última llamada, por @wilberttorre

Hay una diferencia entre saber una cosa o estar consciente de ella, y verla ocurrir con toda su fuerza y crudeza. Esto explica la brutal reacción a la tragedia de los 43 normalistas de Ayotzinapa, por parte de una sociedad que permanecía pasmada ante el horror de un país de muertos y desaparecidos.

 Sabíamos que las policías de estados y municipios estaban controladas por el narcotráfico, pero esa certeza cobró un sentido más profundo al escuchar la confesión de hombres cuyo trabajo consistía en proteger a los ciudadanos, los policías de Iguala, parte del Estado Mexicano, entregando a los normalistas al crimen organizado.

Una cosa es leer sobre  100 mil muertos y 25 mil desaparecidos y otra distinta tener consciencia de lo que representa. Abrir los ojos y salir de la falsa pesadilla que nos hizo creer que esos muertos no nos pertenecían ni nos dolían porque algo los ligaba al narcotráfico, pero nunca a nosotros, a la sociedad, y de pronto descubrir que 43 jóvenes como los hijos de cualquiera, muchachos que empezaban a vivir, habían sido secuestrados, y según la versión oficial hechos arder en una hoguera y reducidos a carbón y huesos fragmentados.

Tras el horror que supuso escuchar la versión del gobierno sobre el destino de los 43, es importante reflexionar sobre cosas importantes. ¿Qué cosas ha destapado Ayotzinapa como si se tratara del estallido de un volcán?  ¿De qué dimensión es la crisis que tiene enfrente el gobierno?

Es la quinta vez que escucho relatos de cómo el desencanto popular ha mutado en rechazo a las autoridades. En el texto “El país no está en llamas”, en Aristegui Noticias, conté como un grupo de manifestantes pretendieron retener a la secretaria Rosario Robles, en Guerrero, en protesta por la desaparición de los normalistas.

Ayer un rector de una Universidad pública me contó cómo el gesto de recibir a los padres de los normalistas en un auditorio se convirtió en una pesadilla. Lo callaron a gritos cuando les dio la bienvenida, lo obligaron a marchar con ellos y le exigieron autobuses para continuar su recorrido.

El hartazgo de la gente es comprensible. Para millones en la pobreza y la marginación, son décadas de agravios acumulados. ¿A qué situación se enfrenta un gobierno y un sistema político cuando un público de invitados seleccionados abuchea el nombre del presidente en un estadio, una secretaria del gabinete es perseguida por unos manifestantes y un rector es casi secuestrado por unos padres desesperados?

Allá en las calles –fuera de los Pinos, de los Palacios y las alcaldías– crece una descomposición social que el sistema político –gobiernos y partidos– se niega a ver. ¿Qué harán el gobierno federal y los gobiernos locales? ¿Enfrentarán el descontento? ¿De qué manera?

O quizá, perseguidos por ciudadanos hartos, preferirán mantenerse lejos de la gente, en el resguardo de los palacios. A la sombra del poder.

 (Wilbert Torre / @wilberttorre)