Un chilango en Guadalajara

El desamor y la idea de una nueva novela me trajeron a Guadalajara hace poco más de un mes. La ciudad no me ha sido tan ajena: acá nació mi abuela, acá viven algunos de mis mejores amigos, acá se me trepó una maldita salmonelosis, acá me emborraché por primera vez y acá conocí a una mujer que hoy me tiene a minutos de quererla.

Pero yo no vine a hablarles de esto, sino de esas cosas inadvertidas que descubre un residente temporal.

Mis vecinos, por ejemplo, suelen saludarme, me han prestado su red de internet con una amabilidad inagotable y nadie jode por los ladridos de mi perro. Les he dicho que, allá en el DF, ni siquiera me entero cuando roban el departamento de un vecino y que la portera es un dolor de testículos.

En la zona clasemediera por la que suelo caminar, las fachadas no tienen alambres de púas ni enrejado. Me gusta pensar que esa arquitectura es la prueba de que en Guadalajara todavía la honradez tiene sentido, aunque tanto robo a casa habitación eche para abajo mi idea.

Acá son más los automovilistas que respetan al peatón, aun cuando lo hagan a regañadientes o ignoren cómo diablos manejar en las glorietas. Acá se cree que ya es imposible circular por la ciudad. Se los escucho a amigos cuando nos atoramos en Lázaro Cárdenas, en la López Mateos, en Juárez, en Federalismo o la Calzada Independencia. Pero no saben lo que dicen. Si transitaran diario por Zaragoza, Viaducto, Tlalpan o Fray Servando, sabrían que su problema apenas es un sencillo videojuego que se resuelve con atajos.

Es cierto que acá corre más despacio el tiempo, que el sol no tiene madre y que aún flota un aroma a tierra mojada. Pero también acá la doble moral ha determinado políticas públicas, la gente se siente orgullosa de su folclore de macho y es mentira que la gente odie al chilango como dice la leyenda; sólo no confían en el mentiroso, gandalla y buscabullas.

En otros asuntos Guadalajara se parece al DF: es lujuriosa y alborotada; tiene limpiaparabrisas en la esquina (sólo que éstos entienden un poco más que no es no); sus choferes del transporte público manejan bajo la idea de que Dios es el camino, de lo contrario no aceleraran como si quisieran alcanzarlo; sus taxistas son igual de transas, pero son más sutiles: redondean la tarifa en múltiplos de cinco y ellos siempre ganan; y sus políticos tienen la misma creencia de que el dinero les quita lo corrupto y lo patán.

He llegado a extrañar al DF (acá son pocas las librerías, el teatro que está frente a donde vivo no ha tenido obra alguna en casi todo el año y el uso de la bicicleta se reduce a los hipsters y a unos domingos encantadores), pero también he ido encontrándole sentido a la vida. Ah, la vida. Porque acá se come, se vive y se quiere como Dios manda. Así que el DF no suena a un lugar tan lejano. Sólo está a 500 kilómetros de distancia y a cinco millones más de habitantes que están acostumbrados a exigir respeto sin darlo o que están más preocupados por la reputación que por la conciencia.

(ALEJANDRO ALMAZÁN / @alexxxalmazan)