‘Un mercado fashion, rebanadas de irrealidad’, por @wilberttorre

Me encantan los mercados. Me gusta el colorido de las frutas en los jacales, la carne fresca y los pescados cristalinos sobre las charolas, y el golpe seco de los cuchillos al golpear la madera.

Hace unos días visité el Mercado Roma de la calle Querétaro, a unos pasos de la avenida Insurgentes, una nave moderna repleta de pequeños locales. Estaba nublado y pese a que hacía frío en los pasillos se apretaban hombres y mujeres vestidos de domingo Polanco –chaquetas deportivas y jeans de marca, gafas de sol, relojes ostentosos y bolsas de diseñador– que empuñaban copas de champaña burbujeante con jugo de naranja.

Los locales son pequeños y vistosos, con los nombres grabados en espejos de aluminio y menús con ilustraciones de diseñador, sin precios a la vista, tal vez porque el precio no importa. Un hombre castaño enfundado en una filipina de chef despachaba tlacoyos de frijol y gorditas de chicharrón. Otro dependiente preparaba unos microtacos de barbacoa y al fondo un negocio servía cochinita pibil.

Uno suele ir a un mercado en busca de sasón, sabor casero y precios módicos, accesibles para todos –para todos–. Para el taxista, la secretaria, el estudiante, el burócrata, el abogado y el periodista.

Hace algunos años desapareció casi por completo de la geografía de la ciudad la ominosa figura del cadenero que discriminaba, pero surgió una moda igual de antipática y perniciosa: la comida como una necesidad básica fashion. No importa lo que se coma, sino en dónde se coma y cuánto cuesta comerlo.

En el Roma hay locales de chefs mexicanos –uno de ellos el Azul Antojos, del grupo del chef Muñoz Zurita–. No me ocuparé de sus propuestas sino del concepto que parece privilegiarse.

La magia de los mercados gourmet de Nueva York, donde viví 5 años, y del mercado Borough de Londres, que conozco también, y del Tsukiji de Japón, que visité una vez, es que uno puede llegar para probar platillos de autor a un precio menor a lo que costaría comer en un restaurante.

El Roma no funciona como un mercado. Los precios son básicamente los mismos de un restaurante caro, y hay productos que valen lo doble que en el supermercado. Con sus copas de champaña en la mano, de pie porque, que no hay sillas sino hasta el fondo, unas señoras comían unos tlacoyos de 25 pesos, tres veces el precio de los que prepara la marchanta de a la vuelta, que ya perdió clientes. Un micro taco de barbacoa cuesta 23 pesos y 50 uno de cochinita, unos pesos menos que el equivalente a un salario mínimo diario. Un taco vale ahí casi lo mismo que un kilo de cerdo que muchas familias no pueden pagar.

En México se ha confundido comer bien con comer presuntuoso. Hoy Lima es con la comida peruana uno de los destinos turísticos a la alza, y uno de sus atractivos son sencillas cocinas donde por 4, 7 o 10 dólares es posible comer platillos y productos de extraordinaria calidad –La Chola, panadería de barrio, fue seleccionada por Buzz Feed Food entre las 25 que debes conocer antes de morir–, algo que hoy resulta casi imposible en esta ciudad.

El Roma se proponía ser un espacio para la comunidad. Cabe preguntarse cuál comunidad. ¿Sus vecinos, los estudiantes, los peatones y oficinistas, o la gente que estaciona su auto en el valet parking?

El Roma es una de esas burbujas de desapego a la realidad donde una comunidad bebe champaña como si estuviera en París y Nueva York, y olvida que este es un país de tercer mundo, 100 mil muertos, y millones de pobres.

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(Wilbert Torre / @WilbertTorre)