Los premios Oscar: escenas mexicanas

La noche del domingo miré la entrega de los premios Oscar tumbado en la sala de la casa con la familia completa, incluida la omnipresente Leila, una perra sin raza que se cree mono y trepa a todas partes para lamer caras y manos como a un helado de chocolate. El Renacido, El Hijo de Saúl y En Primera Plana, mis favoritos, se repartieron algunos de los premios con los que no había barrido la estrafalaria Mad Max. De madrugada, cuando me revolcaba en la cama intentando convencer al sueño de que me acompañara, mi cabeza se pobló de las imágenes de estas películas que de manera conmovedora logran escarbar y transmitir algunas de las obsesiones, sufrimientos, debilidades y contradicciones más presentes en la condición humana. Varias escenas me hicieron evocar de manera irremediable la cotidianidad de la vida mexicana.

En Primera Plana narra con crudeza la historia detrás de una serie de reportajes de la unidad de investigaciones del Boston Globe que descubrieron cientos de casos de violación por parte de sacerdotes de la Iglesia católica. La película está compuesta por diálogos estremecedores que transmiten al espectador la atmósfera descarnada de un drama representado por unos sacerdotes en los que su feligresía confía a morir y que hacen justo lo opuesto a lo que se espera de ellos: traicionar la confianza de sus devotos, una pila de niños y niñas a los que violan al amparo silencioso de la Iglesia.

En un momento uno de los periodistas se reúne con un antiguo colaborador del obispo de Boston, involucrado en el encubrimiento de los curas pederastas. El hombre le recuerda que ambos son apreciados en la ciudad, provienen de familias respetables y poseen carreras sobresalientes, intentando persuadirlo de que no escuche al director del diario, un forastero empecinado en mostrar los crímenes de todo un sistema y que, de acuerdo con su versión, sólo se dedica a sembrar la discordia en los pueblos en los que vive. “Olvídate de esas cosas”, le dice. El editor se pone de pie y mirándolo a los ojos le contesta: “De modo que así es como una persona se reclina en la otra y ambas, junto con todos los habitantes de una ciudad, ven hacia otro lado, como si no pasara nada”. Camina a la puerta, se vuelve y a modo de despedida le advierte: “Espera mi llamada para solicitar una declaración del obispo sobre todo esto”.

Tal cual lo retrata esta escena, en México hemos vivido más o menos así las últimas décadas: apoyados en el hombro del otro y mirando hacia otra parte, como si lo que sucede en el país no ocurriera, tal vez porque no nos daña, o porque pensamos que no nos daña, o porque pensamos que estamos bien, cuando en realidad las cosas se tornan obscuras más allá de la ventana por la cual nos negamos a observar. ¿Cuántas familias enteras callaron en México y ocultaron en el closet la tragedia de sus niños y niñas víctimas de abusos sexuales por parte de los sacerdotes que los confesaban los domingos? ¿Cuántos obispos, sacerdotes y autoridades civiles conocían esos crímenes y prefirieron callar a ver afectados sus intereses?

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  “La Constitución de un pueblo esta hecha para que la autoridad no se convierta en contra de la sociedad”, proclamó Carranza al presentar el proyecto de carta magna en diciembre de 1916. ¿Qué ha sucedido cien años más tarde? México semeja a un pueblo arrasado, despreciado, violado en su dignidad (El Papa Francisco dixit), donde, como ocurrió en Tlatelolco 68, en Aguas Blancas 95, en Acteal 97, en Ayotzinapa 2014, autoridades y criminales se confunden y se alían para masacrar. “¿A dónde van todos?”, pregunta en El Hijo de Saúl un hombre desesperado por encontrar a un rabino para despedir a su hijo muerto. “A las fosas –le responde una multitud agazapada–. Los hornos deben estar llenos”.

Este México está poblado de millones de ojos que giran hacia otro lado, acentuando la descomposición del país. El gobernador de Veracruz, Javier Duarte, si no ha ordenado aniquilar a algunos periodistas, como unos acusan, ha sido culpable por omisión de los asesinatos de otros, porque ha preferido insinuar que los ejecutados merecían morir porque estaban involucrados con el crimen organizado, en vez que asegurar investigaciones pulcras, justicia y tranquilidad para el pueblo que se supone que gobierna.

En una escena de El Renacido, el cazador le orden a su hijo, mitad blanco mitad indio, que se calle. “¿No te das cuenta de que no te escuchan? Solo ven el color de tu piel”.

Voltear hacia otro punto cardinal en este país de desiguales: Amanece un día y lees en la prensa que la Auditoría Superior de la Federación ha declarado un desfalco de 70 mil millones de pesos atribuible a todos los gobiernos posibles en 2014 –¿alguien es capaz de imaginar ese océano de dinero?, que en Guerrero y Sinaloa caen hombres y mujeres asesinados como moscas bajo la lluvia y que en Chiapas los niños siguen muriendo de enfermedades curables. ¿Cómo es posible, si Carranza proclamó una Constitución para que una autoridad no le diera la espalda al pueblo al que sirve?

¿Cómo hemos llegado hasta aquí?

Con autoridades que miran siempre hacia otro lado, como en Ayotzinapa, Tlatlaya y Apatzingán en estos años. Como los servidores públicos –revelaba ayer El Universal– que devoran a este país hasta dejarlo como a un cadáver seco: un exsecretario de Agricultura que reporta –claro, sin que medie una factura– gastos de tintorería por 11 mil pesos. O un pasaje de avión por 250 mil pesos para el traslado de un subsecretario a China, como parte de un conjunto de 237 viajes internacionales de servidores públicos con cargo al erario por 15 millones de pesos.

En El Renacido, al cazador moribundo lo mantiene vivo la sed de venganza. En El Hijo de Saúl, a un hombre no le importa morir para sepultar a su hijo, aunque todos le digan que no es su padre.

Quizá no viviré para contarlo, pero me gusta pensar que este país algún día se liberará y, como sucede en El Hijo de Saúl, podremos ver a los ojos a un niño y sonreír, porque hemos hecho lo que debíamos hacer.

Porque por fin dejamos de mirar a otro lado.