“A la Ciudad de México le mutilaron la memoria”: Héctor de Mauleón

En la explanada de la Plaza de Armas –hoy el Zócalo– un hombre llama la atención de los curiosos que caminan por ahí. Carga un aparato que los habitantes de la Ciudad de México jamás han visto: una caja negra de la que sale un lente. El año es 1843 y entre los paseantes está otro hombre que observa, sigiloso y azorado, a ese francés que ha traído el daguerrotipo desde su país y está a punto de tomar la primera fotografía de la capital.

Ese hombre no sólo observa embelesado al fotógrafo. También se fascina con las elegantes carrozas que transitan alrededor de la plaza, los edificios, la basura, los perros, el cielo transparente y hasta una que otra persona que, obligada por la urgencia, se ha tenido que bajar los pantalones para hacer ‘su necesidad’ en plena calle.

Lo curioso es que el hombre que contempla aquel paisaje provinciano de la Ciudad de México no pertenece a esa época. Ha llegado hasta aquel instante de la historia por medio de libros o periódicos y, de paso, nos ha llevado a muchas personas más a conocer retratos casi imposibles de imaginar. Su nombre es Héctor de Mauleón, reconocido escritor y periodista de nuestros días, cuyo libro más reciente, La ciudad que nos inventa (Cal y Arena, 2015), es una invitación al encuentro con el pasado, mismo que, asegura, todavía permanece oculto para muchos habitantes de esta gran urbe.

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¿Cuándo comenzaste a recopilar tus crónicas?

Hace 10 años. Había encontrado, en muchos libros datos que me parecían deslumbrantes, que estaban todos dispersos. Entonces pensé: ¿qué pasa si voy juntando toda esta información dispersa y voy haciendo pequeñas historias, de manera que sea un libro de momentos estelares y cruciales de la ciudad? No tenía claro los momentos, estaba más bien abierto a lo que pudiera ir encontrando. En 2004 comencé a hacer los primeros relatos, las primeras crónicas y, a partir de ahí, un libro me fue llevando a otro. Investigué anécdotas que había oído vagamente. Además, desde hace cinco años, hago un programa en el Canal 40, El Foco, en el que camino por las calles para contar su historia. Esto hizo que cada semana me obligara a ir con las ‘antenas’ listas, puestas para captar lo que fuese que tuviera que ver con la ciudad.

La ciudad me fue aventando las historias en la cara. Al mismo tiempo, durante cuatro años, tuve una columna en la sección Metrópoli, de El Universal. Entonces tenía la doble obligación semanal de alimentar el programa y alimentar la columna. Y eso me metió en un juego muy loco, pero muy divertido, de ir rascando y desentrañando cosas de una ciudad que tiene muchos años de haber sido fundada y que tiene muchas historias, en las fachadas, en los rincones, en las esquinas, en los portones, en los patios, bajo las escaleras. Historias que permanecen ahí latiendo, en un libro, en un pedazo de periódico, en la memoria de alguien, y muchas veces no las conocemos.
Pasamos por el DF como si no hubiera nada de lo cual participar. Nos movemos con prisa, con urgencia, sin mirar, sin observar, sin escuchar los murmullos. Es una ciudad cargada de murmullos, que va diciendo mensajes, que va contando retazos de historias.

Tengo entendido que pasaste tu infancia en Santa María la Ribera y que esa colonia te marcó considerablemente. ¿Desde entonces ya pensabas en escribir sobre la ciudad?

Yo sabía que quería ser escritor, no desde la infancia, pero sí desde muy joven. Desde que me maravillaron los primeros libros, supe que eso era lo que quería hacer. Pero tuve la suerte de las obras del Metro. Se hizo el Metro, en mi tiempo, en la Calzada México-Tacuba, que es la calzada más vieja que hay en América, y al hacer las obras empezaron a desenterrar muchas cosas que llevaban cinco siglos sepultadas. Esto hizo que mi niñez se poblara de relatos de una ciudad sepultada y, el hecho de vivir pensando que en cualquier parte hay un tesoro perdido, escondido, un misterio que nadie ha visto y que está esperando en la oscuridad, en el lodo, en el fango, volvía a la ciudad muy misteriosa.

Además, estaba yo cargado de signos, no sólo porque Santa María la Ribera es una colonia de mediados del siglo XIX llena de edificios antiguos sugerentes, melancólicos, con lugares muy misteriosos. Ahí está aquel árbol de la Noche Triste, donde ya había un relato del llanto de Cortés; la misma Calzada México-Tacuba, donde había el relato del tesoro que perdieron los españoles y que regresaron a buscar después de conquistada la ciudad; estaba San Cosme, con sus iglesias, con sus cementerios, como el Americano, donde estaban enterrados quienes cayeron en la invasión estadounidense de 1847. Era una ciudad que mandaba todo el tiempo mensajes del pasado, como telegramas.

Por otro lado, yo crecí con mi abuelo paterno, una persona muy enamorada de su juventud, que había transcurrido en el Centro, y seguía persiguiendo la memoria de esa época en aquellas calles. Seguido visitábamos esa zona en búsqueda de sus recuerdos. Eran crónicas vivas de algo que había pasado en tales o cuales calles. Había dos viajes: uno que íbamos haciendo por la calle y el viaje de la memoria y de la imaginación que yo iba haciendo, en el sentido de recordar sucesos que habían ocurrido en la ciudad. Todo eso hizo que se abriera la ciudad como un territorio muy fértil sobre todo para la imaginación, lleno de preguntas, de enigmas, sobre todo para la exploración literaria.

Foto: Alfredo Boc / MxM.
Foto: Alfredo Boc / MxM.

Tratar de recuperar la memoria es algo que se dice fácil, pero ¿cómo hacer para escarbar y encontrar esos tesoros que tú has encontrado?

Es muy chistoso, porque sí costaba mucho trabajo al principio. Yo tenía preguntas a las que era difícil encontrarles respuesta y con el paso del tiempo… Es como ir cortejando a la ciudad: te va dando poco a poquito cosas. Decía Italo Calvino que las ciudades son mujeres. Casi todos los cronistas de la Ciudad de México que conozco tuvieron una ceremonia de iniciación en ella. Ángel del Campo, por ejemplo, vivía con unos tíos, era huérfano y no le gustaba estar ahí, entonces se tardaba lo más posible en llegar a casa y él no lo sabía pero la ciudad se le estaba ahí abriendo a partir de ese momento. Hay un momento difícil, pero luego se va dando una especie de magia, de suerte, donde vas encontrando cosas, incluso sin esperarlas.

Por otro lado, desde muy joven me volví asiduo de la hemeroteca. Me parecía mágico, una manera de viajar en el tiempo. Sólo iba, abría un periódico de 1910, lo leía íntegro y a medida que iba pasando las páginas de esos tomos, empezaba a ver lo que vas a ver al cine, a quién habían atropellado, qué señorita había perdido qué joyas en qué teatro. Iba mucho a la Lerdo, a la de la UNAM y al Archivo General de la Nación. Luego, conocí la de El Universal. Encontraba cosas inesperadas, que no sabía, de las que había sólo una vaga memoria. Encontré la historia de la influenza de 1918, por ejemplo. Era una fuente impresionante de historias. Las crónicas que fui elaborando remitían a un instante de la ciudad que ya se había ido.

¿De qué manera podríamos conciliar la memoria del pasado con los afanes de modernidad que hay actualmente?

La modernidad es inevitable. Lo que ha sido terrible es el culto por lo moderno. En el porfiriato esto decretó la eliminación de muchísimos tesoros de la ciudad, porque se pensó que eran señales de atraso y se pensó que lo que había que hacer era levantar edificios franceses. La tragedia de la ciudad es que, en lugar de hacer un desarrollo armónico como en otros lugares, se levanta sobre lo anterior. Es una ciudad que quiere sepultar su pasado, empeñada totalmente en levantar otra cosa sobre lo que hubo antes. Cada sexenio tira lo que hizo el anterior para levantar otra cosa, en una carrera enloquecida en la que no hemos llegado a ningún lado porque seguimos siendo aztecas que vivimos de la destrucción del otro o de lo otro.

Vivir sin el pasado es imposible y mientras lo sigas viendo distorsionado, dice Paz, tienes que vivir de una manera monstruosamente distorsionada tu presente. Si no tienes una visión clara de dónde vienes, no tienes una visión clara de dónde estás y, mucho menos, de para dónde vas. Y creo que le ha pasado eso a México. La historia la han inventado, adulterado, transformado. No sólo los priistas; nuestros héroes liberales colaboraron a distorsionarla y a desfigurarla, igual que los aztecas. Es un país que tiene una deuda muy antigua con su verdad y con su historia. Una deuda que todavía no salda.

Foto: Alfredo Boc / MxM.
Foto: Alfredo Boc / MxM.

HÉCTOR DE MAULEÓN EN CORTO

¿Cuál es tu calle favorita?
Me gusta mucho toda la parte de atrás del Palacio Nacional, San Ildefonso, Justo Sierra, la Plazuela de Loreto.

¿La historia que más te ha impactado?
Han sido muchas. Me gusta la historia del corazón del virrey de Valero, Baltasar de Zúñiga y Guzmán. En el templo de Corpus Christi, frente al Hemiciclo a Juárez, están haciendo desde hace unos años una remodelación. Los arqueólogos encontraron ahí una caja de plata que dice: “Donde esté tu corazón estará tu tesoro”. Abren la caja y hay un corazón. Es el corazón del virrey, quien sólo estuvo unos años en México. Murió en España pero dejó en su testamento dicho que le arrancaran el corazón y lo trajeran a México con la caja en que tiene la leyenda. Para mí esa historia entraña algo de lo que hemos hablado y que gira alrededor de algo que despierta esta ciudad para quienes la habitan.

¿Con qué cronista te gustaría recorrer más la ciudad?
Me hubiera encantado hacerlo con Salvador Novo y también con Payno.

¿Cómo te gustaría ser recordado por los cronistas del futuro?
Esa es una pregunta imposible. Lo que sí creo es que, en el trabajo, intelectualmente honesto. Tengo una pasión absolutamente legítima por la ciudad y su historia, y una pasión absolutamente legítima por tratar de rescatar y de impedir la destrucción de lo poco que queda.