“El amor en amperes”, por @FlorMK

Estamos en un Irish Pub. Son las diez de la noche. Hay poca gente: en la mesa de al lado, una pareja joven, evidentemente nueva, inocente, fresca, lechuguina. En nuestra mesa se habla de cosas aburridas de adultos: trabajo-dinero-éxito-fracaso. En la mesa de la pareja inocente no hay palabras: beben tímidos sorbos de cerveza y se miran atontados como no creyendo el milagro de gustarse mutuamente.

En mi mesa la conversación se mueve por inercia. “Otro etiqueta roja”… “Fulano volvió medio loco de Turquía”… “sí, se descompuso el radiador”… “esa novela es malísima”. Risas, chistes, bebidas, cansancio. Somos interrumpidos por la eventual visita de un vendedor de rosas, un vendedor de chicles, un vendedor de toques eléctricos. Es increíble que algo que es considerado tortura por casi cualquier legislación pueda ser tomado como entretenimiento, aun cuando el voltaje sea bajo. “¿Y por qué hay que tomarse de las manos para que esa cosa funcione?”, pregunto y mi amigo Andrés responde que es para que circule la corriente: “Llega un momento en que los músculos pierden toda la fuerza y entonces no puedes soltarte de la otra persona, es como cuando te duermes sobre un brazo”.

La parejita lechuguina de la mesa de al lado tiene algo de conmovedor: es como una plantita que ha logrado crecer en medio de una maraña de hierro y cemento. Tienen la frescura de lo nuevo, irradian la belleza y la alegría de lo verdadero. Junto a nosotros y a nuestra conversación reciclada hasta el hartazgo, son lo más similar a la esperanza. Esta ciudad, con sus distancias imposibles, el tráfico y su altísimo costo nos somete a una verdadera terapia de shock. Confusión, agotamiento, furia, violencia… El amor que crece en medio de esta maleza merece ser elogiado.

Mi amigo Andrés me despierta de esa breve deriva romántica y me señala con un movimiento de cabeza la mesa de los jóvenes lechuguinos: “Y ahora tómense de las manos y tómense de los extremos. Ustedes me dicen cuándo le tengo que parar”, dice el señor de los toques, acercándoles a cada uno la barrita de metal de la cual deben asirse. La pareja se mira y suelta al unísono una risita tímida dejando a la vista sólo un hilo de dentadura. Inicia la diversión.

Con un brazo se aferran al de su pareja, con el otro, se toman de la corriente. Se observan en el trance de soportar la electricidad. Las risitas tímidas del principio se congelan en una media sonrisa a labios cerrados. No hay sonrisa. Estoicos como frente a la guillotina. Ahora abandonan el juego.

Nuevamente se miran con dulzura, quizás acaban de olvidar su ligera sesión de electroshock.

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Florencia Molfino es editora y reportera. Escribe sobre arte, arquitectura y sociedad. En la actualidad, prepara una estudio sobre cultura en México.

(FLORENCIA MOLFINO)