“El barrio”, por Alejandro Almazán

No sé a ustedes, pero a mí los barrios del DF me seducen.

Hablo de los barrios donde uno pierde los dientes a puñetazos, donde el grafiti es parte del código postal o donde la gente cierra las calles, se trae a un buen sonidero y la quinceañera festeja como Dios manda. Esa rara magia que tiene el barrio suelo extrañarla desde que emigré del Arenal.

Yo digo que por eso, cada fin de semana, cruzo media ciudad para regresar a los olores y colores donde crecí. Ahí en el Arenal, por ejemplo, tenía yo seis años cuando vi a mi primer muerto: al Oso le destrozaron la cabeza a batazos y yo me sentí desamparado porque él era quien administraba la violencia.

En el Arenal, como todo buen barrio que se precie de serlo, la vida cobra un sentido diferente. La salsa y la cumbia se escuchan más cadenciosas; los tatuajes dejan de ser un mero adorno para convertirse en una barda que presume las proezas; los padres mandan a sus hijos a la escuela no tanto para que salgan adelante, sino porque necesitan descansar de sus travesuras; la piratería y el fútbol son una cuestión de orgullo; los sábados de Gloria desperdician el agua que ni siquiera tienen; las drogas se venden como si fueran caramelos; el alcoholismo y la violencia intrafamiliar nunca pasan de moda, y la comida es tan sabrosa que uno juraría que a esos barrios Dios los compensó con las cocineras más exactas de la ciudad.

Este fin de semana fui a comer barbacoa. No llegué hasta la casa de mamá porque aún me duele su muerte, pero por oídas sé que en el Arenal la gente sigue ganándose el pan de cada día. Ese aguante es una virtud del barrio. Y digo aguante porque deben sortear la vida junto con ladrones, matones, secuestradores y traficantes.

El barrio también es solidario. Hace unos años, el Arenal se inundó de aguas negras. Más allá de la metáfora que esto representaba, la gente debió ayudarse mutuamente porque las autoridades del gobierno capitalino reaccionaron tarde, y mal. En aquellos días, mi hermano me contó historias de cómo los vecinos vencieron la catástrofe. Me sentí orgulloso de mi barrio. Ahora ya tenía qué decirles a los taxistas cuando se negaran a llevarme a la calle Xilitla.

Sé que en el Arenal nunca llegarán los parquímetros, que es de las primeras colonias donde cortan el suministro del agua, que no tiene plazas comerciales ni cines, que en las escuelas no enseñan nada, que algunos amigos con los crecí están muertos o en la cárcel, que vive para mirar el fútbol y que en las fonditas jamás esconderán los saleros ahora que en el GDF traen esa ocurrencia. Pero en barrios como estos uno aprende el sentido de la amistad, conoce el miedo y se enseña a andar con lobos.

Y eso, al final, es lo que cuenta, ¿a poco no?

(ALEJANDRO ALMAZÁN)