“Fahrenheit 451”, por @FlorMK

“Les escribo para preguntar si alguno de ustedes sabe acerca del servicio de destrucción de libros y cómo hay que hacer para que aplique contablemente?”, decía el post y tuve la sensación de presenciar algo obsceno, que como lectora habría preferido ignorar. Quizás eso explique que pocos hablen de ello.

Hace unos meses salió el informe sobre lectura en México: De la penumbra a la oscuridad. Los datos que da sobre la caída de los índices de lectura son poco felices. Pero ¿por qué? ¿Y entonces de qué sirven las campañas?

Hace unos años, durante un taller para editores, el conferencista explicaba: México fue durante décadas (y también hace décadas) una de las mayores potencias editoriales de habla hispana. Se producía y se vendía; ergo, había lectores. Este editor decía que el éxito de ventas tenía relación con lo que se publicaba: se buscaba, simplemente, buena literatura, buenos libros en general, buenos autores. No se pensaba en términos de mercado, en lanzamientos ni en novedades. Existía además una figura casi extinta en la actualidad: la librería independiente, que no era más que una librería de barrio cuando no existían los monopolios.

Intenté aclarar mi duda sobre el destino de los libros directamente con las editoriales, pero encontré una pared de burocracia y eso sólo agigantó en mí la imagen de los libros en su silencioso viaje hacia la guillotina. Curiosamente, pensé, Francia, el país que la creó, es uno de los que más incentivos da para eliminar esa práctica editorial. En México, en cambio, a pesar de las exclamaciones de horror por el fracaso de las campañas de lectura, se hace poco y nada por facilitar las cosas: no es suficiente un subsidio de co-edición si no tienes cadenas de distribución, es decir, librerías. En todo el país hay una librería por cada 250 a 300 mil habitantes, según cuenta un informe hecho por Marcelo Uribe, director de ediciones Era. Tampoco ayuda que se ofrezcan más beneficios fiscales por destruir libros que por regalarlos.

¿Y las grandes librerías? Un día nace el libro y viaja a una donde es colocado en la mesa de novedades. Pasados unos meses se mide su rendimiento: ¿vende o no? Si no vende es devuelto a la editorial. Si el libro forma parte de las decenas de títulos que esa editorial ha lanzado ese año, es posible que no quepa en una bodega; entonces lo espera un remate (al que acceden los libreros que se enteran) y la trituradora.

Si el mundo editorial funciona así, ¿qué pueden hacer los sellos para sobrevivir? Producir novedades. Y aquí la cosa se complica, pues al año se llegan a publicar hasta 100 títulos de este tipo (como referencia, esa es, con suerte, la cifra del catálogo total de una editorial independiente). Ahora, pensemos, de esos 100 títulos anuales, ¿cuántos realmente tienen valor y podrían ser donados a una biblioteca (es decir, cuántos no son de autoayuda o best-sellers internacionales, por mencionar dos de los géneros más publicados)?

Si la apuesta de la editorial es por un proyecto de lectura, ¿el libro va a la guillotina? La respuesta obvia es no, como me explicó Ana Laura Delgado, de ediciones El Naranjo: “Antes de destruirlos los donamos, pero estamos trabajando para que lleguen a los lectores”. Para eso han escogido lentamente las obras que forman parte de su catálogo: no llegan a 80 títulos.

Ellos, como otras editoriales independientes, esquivan los obstáculos como pueden. ¿La razón de semejante despropósito? Los lectores. Porque, es curioso, en México sí existen.

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 Florencia Molfino es editora y reportera. Escribe sobre arte, arquitectura y sociedad. En la actualidad, prepara una estudio sobre cultura en México.
(FLORENCIA MOLFINO)