“Los cobardes”, por Aníbal Santiago

Cuando la veo acercarse con esos muslos frescos y saludables que su vestidito azul deja al descubierto, el tiempo se detiene. María llega al Centro Histórico desde otra dimensión: levanta una rodilla, la flexiona y cuando su talón golpea el asfalto se agitan los músculos de sus piernas gloriosas hasta reacomodarse. Y entonces se reacomoda el mundo. Es por ese andar que olvido a los ambulantes tiranos de Metro Juárez, los gruñidos del tráfico en Balderas, el hedor grasiento que la Rosticería Pollo de Oro disemina por todo el Sistema Solar. Pero algo me extirpa del ensueño como con un puñetazo: cuando María se pone de puntitas para colocar un beso a 7 milímetros de mi boca, oigo un ruido. Un hombre enrosca sus labios y aspira un hilito de aire que crea el mismo chasquido con el que se suele llamar a los caballos. Aunque festeja así la belleza de María, jamás da la cara. No decimos nada. Avanzamos por Artículo 123. Manos tímidas, meñiques juguetones. Afuera de la Christ Church, tres cincuentones charlan sobre guacales. Uno -especie de Gran Lebowski moreno- ve mi porte barbado de Hernán Cortés junto a La Malintzin y grita desde la Tenochtitlan herida: “¡Qué ricura! ¡Viva México!”. Ella murmura una reflexión: “Chale”. Entramos al Centro Comercial de China y María pregunta a un guardia por el restaurante Mojing, nuestro destino. Él contesta viendo sus muslos, como si ahí estuvieran sus ojos: “Está cerrado”. Rumbo al Zócalo, pasa a nuestro lado un viejo Dodge Dart. El rollizo chofer -que por estar atrás nuestro sólo ve el trasero de María- grita: “¡No sé si estás bonita, pero estás bien buena!”, y huye acelerando. Suena mi celular y al atender retardo el paso. Tres metros adelante ella camina sola, no por mucho: un afeitado y formal hombre en sus 40 se agacha hasta dejar su boca junto a la de ella y le susurra algo, quizá un soneto. María reacciona con un gesto de náusea y no me contengo: “¡Hijodetu!”, le lanzo, y cuando está por armarse ella me frena. -¿Por qué cree que estás obligada a oler su aliento?-, pregunto a María. -Cobardes –contesta-: cuando un hombre acosa sabe que pierde la posibilidad de ligarse a una mujer sin siquiera haberlo intentado. -¿Pasa en todo el mundo? -Es natural que te vean; no que violen el umbral de respeto y espacio. -En México no existe ese umbral: por eso las manosean-, respondo. -Cálmate -me pide-, estás furioso. -Comandos armados de mujeres deberían recorrer las calles en defensa de sus cuerpos-, le digo. -Nunca pretendas acabar la violencia con violencia-, ríe María y se pone de puntitas para colocar un beso a 7 milímetros de mi boca. Y otra vez, el tiempo se detiene.

(ANÍBAL SANTIAGO)