LA GRAN APUESTA

Steve Carell plays Mark Baum in The Big Short from Paramount Pictures and Regency Enterprises

Didáctica, santurrona y en ocasiones más estúpida de lo que supone que somos nosotros, La gran apuesta (The Big Short, 2015) es, a pesar de sus severas fallas, un documento aterrador de la paralizante resaca tras el colapso económico de 2008. En sus mejores momentos, la película captura el resentimiento de una sociedad urgida de héroes, no de los que se ponen mallas para defender a Wall Street de una rebelión de los pobres, como el Batman de Christopher Nolan, sino de excéntricos nerds capaces de castigar a los bancos y dar a los desempleados y desamparados, siquiera, la satisfacción de saber que alguien los vengó. El director Adam McKay, en cierta forma, acaba de crear la película de superhéroes más interesante dentro de la oleada de filmes que nos cumplen la fantasía de salvar y ser salvados.

    Producida por la casa Plan B de Brad Pitt, La gran apuesta contiene el inevitable sermón del actor —que ya vimos antes en 12 años esclavitud (12 Years a Slave, 2013)— en el papel de un extraño genio financiero en una apuesta contra el sector hipotecario que, de resultar benéfica para él, dejará en la miseria a millones. La gran apuesta se propone responder a El lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, 2013), de Martin Scorsese, cuando, en vez de mostrarnos a los despreciables criminales de cuello blanco, exalta a un grupo de nerds moralistas. La relación se evidencia aún más en el sinvergüenza Ryan Gosling, quien narra la historia apropiándose de las técnicas metatextuales del protagonista de Scorsese. McKay busca trascender el filme del maestro con explicaciones para dummies del colapso económico que Belfort se dio el lujo de despreciar. No lo logra. Su disparatado ritmo y tono, a veces cínico y a veces justiciero, nos dejan meramente con lo que me gusta llamar: El lobezno de Wall Street.