Aprendiendo a hablar como elfo

Estudié un semestre de japonés. Al cabo de cinco meses a duras penas podía decir mi nombre sin cometer una sarta de errores al hilo. Pues bien: aprender japonés es como jugar al yoyo comparado con aprender quenya, el antiguo idioma de los elfos, creado por J.R.R. Tolkien. Esto lo sé porque hace una semana me puse en contacto con la Sociedad Tolkiendili de México y fui de oyente a una de sus clases.

Yo y dos alumnas más (una de ellas lingüista de la UNAM) nos sentamos en un angosto garaje, de puerta grafiteada, frente a un pequeño pizarrón, para aprender pronombres y conjugaciones en quenya, de la mano de César Martínez, nuestro joven profesor, e Igor Ayala, un hombre con aspecto de pugilista pero con el trato suave de un médico, quien actualmente preside la Sociedad Tolkiendili de la ciudad de México. Junto al pizarrón había un amplio manto bordado con la imagen del dios Ganesha; del muro opuesto colgaba un calendario con imágenes fantásticas y una tabla de runas antiguas. En una recámara anexa, separada por un panel, avisté trozos de leña y máscaras decorando la pared. Si alguien entrara a ese garaje, sin mayor información, no tendría ni la menor idea de lo que ahí ocurre.

Con la puerta abierta, a un paso de la banqueta empedrada de la calle Pino en Coyoacán, empezamos la clase. Cada cierto tiempo, César se alejaba del pizarrón, dejaba su trío de plumones colorados y le echaba un vistazo a su pequeña laptop para seguir la pauta del curso. Él mismo aceptó que no habla quenya, porque hablarlo (platicarlo) es prácticamente imposible: el profesor Tolkien, me dice, no dejó un vocabulario suficientemente extenso como para sostener una charla. Lo que sí se puede es aprender a leerlo y conjugarlo, una labor que revela la complejidad del trabajo de aquel erudito filólogo de Oxford.

En solo dos horas, César repasó quince tipos de conjugaciones para verbos, incluidas sus complicadas excepciones. El burdo equivalente en castellano sería aprender que un objeto no está rompido sino roto. Hay muchísimos ejemplos como este, y la gran mayoría de ellos dependen de reglas eufónicas: evitar ciertas combinaciones de consonantes que, tal y como ocurre con la N y la P seguidas en español, suenan feo. El resultado es un idioma que se escucha cantado y se desliza por el paladar.

¿Por qué aprenderlo?, me pregunté, mientras gastaba páginas y páginas anotando conjugaciones y vocabulario. ¿Pues por qué no? A pesar del reducido espacio en el que se imparten las clases y de la escasa concurrencia, es una especie de milagro que se imparta un curso tan especializado, con tanto cariño, y con estudiantes que, sin importar su número, claramente van por el gusto de estar ahí (y hacerse bolas con las reglas de Tolkien). Sí, es poco probable que algún día me eche unas chelas con un elfo y tenga que cotorrear con él en quenya (y, en todo caso, los pinches elfos hablan inglés). Pero el punto no es ese, sino el gozo de aprender por aprender sin más, aunque el que entienda de etimología y lingüística quizás le encuentre un trasfondo muy útil al curso.

Para mí, la experiencia –extraña, disonante con el ambiente– fue muy grata: cinco mexicanos metidos un garaje de Coyoacán, aprendiendo un idioma inventado por un autor británico nacido en Sudáfrica. Para que luego no digan que el DF no esconde sorpresas.

(DANIEL KRAUZE)