El suicidio de Carlos Marín

Mi radar periodístico quería detectar quién era aquél: sonrisa pícara, desparpajo, carcajada fácil, mirada astuta y un modo petulante de reclinarse en su silla, como si estuviera en la sala de su casa. Era El Diferente.

Rodeado de periodistas de porte y actitud promedio ante la cámara, como Loret, López Dóriga, Denise Maerker o Leopoldo Gómez, el señor de bigotito de otro siglo llamado Carlos Marín era para mí un desconocido. Aunque le hacía guiños más o menos sutiles al poder, me divertía que dentro de un grupo de adustos seres encorbatados viera la realidad de modo distinto; sí, a través del lente de la irreverencia, una irreverencia juguetona y refinada.

¿Quién es?, me preguntaba. Un colega periodista me hizo conocer el pasado de Marín, entonces su jefe en Milenio Diario. Me dio un CD, lo abrí en mi PC y leí una magnífica investigación de inicios de los ’80 publicada en la revista Proceso.

Marín –un reportero de 35 años- informaba que los gobiernos de Echeverría y López Portillo patrocinaban una banda paramilitar, la Brigada Blanca, que torturaba, desaparecía y asesinaba disidentes. Un alto (altísimo) funcionario, Miguel Nazar Haro, jefe de la Dirección Federal de Seguridad, dirigía las sesiones de tortura con estas caricias: toques eléctricos en ano, pene, testículos, lengua y encías. Y a sus víctimas les hacía comer platos de excremento.

Maravillado ante ese brutal trabajo periodístico, admiré a Marín.

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Pero pronto le dio a su fan un puñetazo. En un programa de Tercer Grado de 2007, Denise denunció que los asesinatos a periodistas se volvían escandalosamente frecuentes. Marín la quiso desmentir con un argumento que iba más o menos así: “Falso, Denise. Si sacamos la estadística de cuántos arquitectos, ingenieros o contadores son asesinados en comunes y corrientes actos delictivos, veríamos que son tantos como los periodistas. En México matan a periodistas como matan a otros profesionistas”.

Su argumento era falaz. Quizá los otros morían en igual o mayor número, pero no eran asesinados por construir edificios, alzar puentes o declarar impuestos. Los periodistas eran asesinados por ser periodistas. “Marín es inteligente”, lamentaba. Me negaba a creer que no pudiera pensar. Según yo, sólo rechazaba pensar para ser El Diferente.

Después noté que él mismo socavaba su reputación en Milenio Diario, el medio que dirige. En su columna Marín insulta. Sí, acuchilla a gente que no le va pero no con ideas sino con la ofensa vulgar, antípoda de su profesión: investigar y probar.

Aunque seguí consumiendo su trabajo, mi actitud ante él ya era la de quien mira de reojo los cuerpos bajo las sábanas tras un accidente. La pulpa del morbo, el placer del horror. Una y otra vez Marín se esculpía a sí mismo como vocero del gobierno. Y vocero es eufemismo; Marín se volvió guardián, soldado rabioso del poder.

Sólo un ejemplo. Defendió al procurador mexiquense Alberto Bazbaz, para quien la niña Paulette se asfixió “accidentalmente” en su cama, donde fue hallada 10 días después de que los medios grabaran y las autoridades revisaran el mismo sitio sin ver el cadáver. Según Bazbaz, la niña que primero no estaba y luego sí no fue manipulada. Es decir, Marín defendió a un hombre de Peña Nieto cuyas indagatorias descubrían fenómenos paranormales.

No hay que hacer largos viajes al pasado para ver a ese mismo Marín: el martes su columna se tituló “Diego, el muy, muy querido Diego”. Sí, el autor de Manual de Periodismo, en el que arenga a los periodistas a la rectitud para mantener incólume la profesión, ahora profesa delirante amor a Fernández de Cevallos, uno de los políticos mas cuestionados de nuestra historia contemporánea.

Un periodista no puede ni debe amar al poder. Pero él, como si por su piel fluyera una deliciosa sensación adictiva, se entrega desnudo a ciertos políticos.

Tras cinco meses de investigación, este lunes el equipo Milenio DataLab publicó el reportaje “El (falso) éxito de la Cruzada Nacional contra el Hambre”. Al otro día, Rosario Robles, titular de la Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano, fue a hablar con Marín, quien veloz elaboró un desmentido al reportaje de sus propios reporteros, al que bajó del portal y luego subió sin la palabra “falso”. El titular quedó así: “El éxito de la Cruzada Nacional contra el Hambre”.

Karen Cota, directora de Milenio DataLab, renunció públicamente de este modo: “Fue Carlos Marín, quien prefirió creerle a Robles Berlanga que a los reporteros que le estaban dando una revelación periodística importante y necesaria para la reconstrucción de la credibilidad de los que ahí trabajan, incluida la suya”.

Marín (esta vez soy yo el vulgar) se bajó los pantalones.

Una vez un profesor me dijo: “Como periodista cuida con obsesión tu trabajo. Construir tu prestigio cuesta años; destruirlo, un solo día”.

A Marín no le he costado un día. Son años de esfuerzo, incontables días en los que ha luchado por aniquilar el prestigio del que alguna vez fue. El Diferente de sonrisa socarrona dirige un ataque feroz contra sí mismo. Su suicidio le divierte.