Buzos y chacales

Caía la noche y quería volver a casa pero antes, como cada fin de jornada en el periódico, consulté mi orden de trabajo para el día siguiente. “Cubres el chacaleo al secretario Francisco Gil”, leí. Quise suicidarme tragando mi grabadora portátil con todo y microcasete. De atorarse en mi esófago me salvaría de volver a cumplir la condena de abominable nombre: chacaleo, actividad propia, según la RAE, del “mamífero carroñero de costumbres gregarias”.

Apenas un novato, yo soñaba en ser el nuevo Kapuscinski, en escribir las crónicas más agudas y emotivas del planeta, pero mis superiores me asignaban (y yo aceptaba) la sensacional y riesgosísima tarea de encajar la grabadora en la boca a un funcionario, rodeado del enjambre de individuos resignados a ser periodistas apretando “rec” y estirando el brazo hasta acalambrarse con tal de registrar un palabrerío somnífero.

Y sí, en una mañana de los albores del nuevo milenio fui a la importante inauguración de no sé qué, dentro de no sé que lugar importante, donde no sé qué seres importantes ponían al alcance de los reporteros lastimeros sándwiches de jamón para que al rato, tras perseguirlos, grabaran sus frases sobre la prosperidad nacional que luego los medios transcribirían con vacías atribuciones: aseveró, sostuvo, afirmó. Eso era (y a veces es) hacer “periodismo”.

Aquel día, los reporteros-súbditos fuimos a donde el poder ordenaba, nos acercamos reverentes ante el monarca y le cedimos los micrófonos para que fastidiado (para colmo) nos dijera algo, aunque fueran burradas. Brazo estirado, grabadora en mano, volteé: mientras el secretario parloteaba, un reportero que también estaba haciendo chacaleo le explicaba a otro que se encontraba a varios metros -con la mímica de su brazo libre- que lo aguantara para ir a echarse unos tacos. Una pena.

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En síntesis: salvo en los rarísimos días en que se hacen preguntas incómodas, el chacaleo era (es) no sólo caer en el escalafón más denigrante de la profesión, sino arrodillarse ante el poderoso poniendo a su disposición papel periódico, horas de radio y TV para que la gente oiga lo que el gobierno quiere. Es cierto que no lo pretendíamos, pero los soldados rasos del periodismo servíamos al poder en una misión que culminaba en la redacción, cuando los medios “independientes, veraces y oportunos” divulgaban las declaraciones, cual caja de resonancia del interés oficial. Desde luego, para tan edificante labor hasta hoy los altos mandos envían a su carne de cañón, jamás manchan su imagen chacaleando a nadie.

Allá arriba hay otros métodos para servir al poder y llenarse de prestigio: la filtración, que en su estado puro puede no ser más que el despecho de un poderoso contra otro, la venganza ante el desamor vía: “le entrego al periodista todas las vergüenzas de mi ex amante para que castigue el amor que no me supo dar”. El problema es que los dolientes, en la aflicción infinita del abandono, no siempre son justos, y esas pruebas pueden ser mentiras o retazos de verdad. Y si lo último ocurre hay que buscar los otros retazos para ver la historia íntegra.

La semana pasada entrevisté para Newsweek en Español a Daniel Lizárraga, el responsable de urdir las investigaciones sobre La Casa Blanca de Peña Nieto y los Panama Papers en México. Desde agosto pasado, su equipo de cuatro reporteros en Aristegui Noticias contó con 11.5 millones de documentos, igual número de filtraciones que pudieron ser publicadas tal cual cuando aparecían nombres de famosos mexicanos que ocultaban su dinero en empresas fantasma de paraísos fiscales.

“La gente con negocios ilícitos o corrupta no empezó ayer –dijo-: tienen una carrera larga, son especialistas en robar y han machucado a muchos. Nunca falta al que le robaron un coche, al que le dieron un cheque falso. Te manda un tuit, te da un tip. Yo les digo los ‘afectados de closet’ que te dicen: yo tengo algo”.

-¿El periodismo mexicano es aún muy dependiente de la filtración?-, pregunté.

-Panama Papers sirvió para dimensionar las filtraciones, arroparlas y reportearlas. No puedes transcribirlas. En la manera en que hagas esa chamba con la filtración generarás más impacto. La lección que esto nos deja es: ¿qué le puede aportar tu equipo de reporteros a la filtración? (…) Como dice (el periodista argentino) Daniel Santoro: Hay que comprobar todo. Si tu madre te dice que te ama, verifícalo”-, respondió Lizárraga.

Hay periodistas mexicanos que están dando lecciones todos los días. Y lo que enseñan es que no hay atajos. Al poder sólo se le ponen trampas si en todos los escalafones de las coberturas no hay piedad: un chacaleo puede ser una carnicería en la que el poderoso se enfrente a argumentos como lluvia de cuchillos, y una filtración puede volverse una exploración letal por su rigor matemático.

Sólo así los periodistas se volverán, parafraseando a Lizárraga, los buzos que bajan a descubrir los peores secretos del drenaje de los poderosos.