CANAS

Alguna vez le reclamé a Andrés que no cultivara nuestra amistad, o que la cultivara poco. Igual que esas plantas abandonadas en un rincón de la casa que al atraer una lucecita de las penumbras y con un mísero y eventual chorro de agua sobreviven, más que como una celebración de la vida, como un lastimoso desafío a la fotosíntesis.

Él repuso algo como: “Tú tampoco la sacas al sol, tampoco la riegas”.

Molestos, finiquitamos la amistad, que ya estaba de un verde polvoriento, apagado. Creí que el adiós sería eterno.

Un año atrás en una fiesta un abrazo me atrapó. Era Andrés. “No me interesa hablar de nuestro conflicto –aclaró-: sólo quiero volver a ser tu amigo”.

Yo también quería: volvimos a regar la planta. Poco, lo suficiente.

Hace días me llamó.

-¿Cómo estás?-, pregunté.

-Bien, bueno… mal-, contestó.

-¿Por?

-Por David Bowie-, explicó y se calló: supuse que lloraba.

Guardé un breve luto silencioso que Andrés disolvió así: “Aníbal, siento como si hubiera muerto alguien de mi familia”. Ese dolor por Bowie que yo aún no había experimentado me hirió por primera vez. Lo quise revertir con prontas resignaciones; le dije que era hora de entender al tiempo: nuestros ídolos de juventud se hacían viejos y empezaban a morir. Y su muerte era la dolorosa alarma de nuestro propio tiempo.

-¿Sabes?, como nunca antes me agobia el tiempo –añadí-. Me veo cada mañana al espejo y no concibo la cantidad de canas que me brotan.

-¡Por favor, –reclamó-. ¿Viste mis canas? Son muchas más!

-Sí –acepté-, pero no despierto contigo: me preocupan las mías.

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Y entonces le dije a Andrés -escritor de filigrana que conocí hace 18 años con su caballera negra inclinada sobre las impresiones del suplemento El Ángel- que a mí, más que las canas, me aterrorizaban los tintes. “El Chapo usa tintes, Sean Penn usa tintes, Kate usa tintes. ¡Todos usan!”, le dije y arañé unos argumentos: usar tintes es no asumir tu tiempo, evidenciar ante los demás que no lo asumes, no añorar un gramo tu presente sino un pasado muerto, irreversible. Usar tintes es hablarle a la urna con cenizas y pensar que al ser anhelado lo conforma ese cúmulo de polvo, la combustión cadavérica que ya no es lo que un día amamos.

Como compartíamos esos principios, Andrés y yo, orgullosos, acabamos la llamada con un grito de corsarios: ¡Jamás usaremos tintes!

Hace poco, sin embargo, una vieja-joven que adoro me dijo: “Soy feliz porque construí a la vieja que quería ser”. Esa vieja hermosa usa tintes. Es decir, Andrés, si dentro de medio siglo decidimos usar tintes–cuando a los 90 sí seamos viejos-, podemos hacerlo sin complejos. Además, nadie se dará cuenta pues será en discretos y naturales tonos.

En todo caso, reguemos más plantas, destruyamos y reedifiquemos amistades y, sobre todo, oigamos a Bowie: algo se nos pegará del hombre que se fue a los 69 años sin jamás haber sido viejo.