Colonia del Valle

1.

 Dispénsenme la primera persona, pero la verdad sea dicha, es hora que no hallo el lugar ideal. La colonia es amplia, no es un asunto de espacio. Es más complicado de lo que parece encontrar cifras oficiales respecto a su tamaño, pero la colonia del Valle, de punta a punta, mide poco menos de cinco kilómetros. Así lo decía el GPS del teléfono después de una caminata. 4.2, precisamente, del linde norte de la zona a la puerta de mi casa, casi en la frontera más baja. De norte a sur, el trayecto no fue un abandono caprichoso a las operaciones del azar: seguí una ruta tan recta como la traza urbana lo permitió. Pasé al lado de un parque, junto a varios 7-11, y a una sucesión interminable de cocheras y zaguanes de edificios de varios pisos. Tardé una hora en llegar. El paso era dominical y poco inspirado: me importaba llegar rápido pero tampoco quería llenarme de fatiga. Esa caminata se ha repetido sin mucha fanfarria y me gusta creer que, de manera apresurada e imprecisa, define mi relación con esta colonia.

Sigo siendo un recién llegado a esta zona. Hace un año vivía en otra, y un año antes que ese, en otra más. Ambas tenían el encanto de las mañas cultivadas por mucho tiempo; un encanto particular que le da carácter a los defectos y suficiencia a las cualidades. Esta, la del Valle, es poco eso. No por falta de mañas o de defectos, pero se forma en la fila de las localidades poco agraciadas del centro sur de la ciudad. Poco agraciadas que no incómodas: es conveniente hasta la desesperación. Aparecieron líneas atrás varios 7-11, esas presencias regulares y perfectas para satisfacer la compulsión de la nicotina o la bebida carbonatada. Y así podría enlistar sin mucho trabajo un directorio de necesidades que algún lugareño u otro tuvo a bien plantearse resarcir. Pero conveniente no es encantador, casi podría decirse que es lo contrario. Y la ausencia de encanto es la razón que ofrezco al desarraigo para explicar por qué aún no hallo el lugar ideal.

Ese asunto del lugar ideal ni siquiera es una concesión romántica: es franca cursilería. Una afectación que quiere hacer de una entrecalle un portal al bienestar; una rebaba que pretende darle a una razón social el don de la curación. Cursilería de la más sólida y ostentosa. Nomás el nombre: “lugar ideal”.

2.

De qué hablamos cuando hablamos de lugares ideales. Espacios, esos, que contienen cualidades impermeables a la vergüenza. Los lugares así, igual que las colonias, hacen de sus defectos, afiche. Aunque, vista con severidad, esta definición todavía queda algo guanga. No es sólo que celebren como aciertos sus limitaciones porque en ese caso, todos los lugares lo hacen: aquella papelería polvosa sobre el eje vial es un encanto porque está mal abastecida y sólo ahí venden un tipo de pluma rotuladora. Condición necesaria, la impermeabilidad a la vergüenza, pero no suficiente.

Lo suficiente y necesario quizá esté enredado con asuntos de ilusiones. Somos implacables con el cursi porque exhibe ilusiones sin ironía. Es un iluso, pues. Así, el lugar ideal es la materialización en el mapa de la ilusión sin ironía. Nomás el nombre: “lugar ideal”.

3.

El caso es, dicho ya sin tanto engolamiento, que no hallo el rinconcito. Eso me tiene caminando más de lo acostumbrado y reconociendo, al hacerlo, que no podría convertirme en Situacionista. Sin lugar a dudas, lo que hago no se parece al concepto de deriva, porque el concepto de deriva, según Guy Debord, está ligado indisolublemente al reconocimiento de efectos de naturaleza psicogeográfica y a la afirmación de un comportamiento lúdico-constructivo que la opone en todos los aspectos a las nociones clásicas de viaje y de paseo. Mi caminata tiene algo de lúdico pero muy poco de constructivo, al menos que Debord incluya dentro de constructivo la demorada solución de pendientes domésticos. Porque mis caminatas, lúdicas en las primeras zancadas, no terminan en el lugar ideal donde uno se da permiso de ensoñar y ser ocioso, ni tampoco reconfiguran las coordenadas de mi psicocartografía, lo que sea que eso signifique. Desprovisto de aquel “rinconcito” idealizado, más bien terminan casi siempre en la lavandería, porque olvidé recoger desde hace dos días el bulto de la ropa. En mi psicogeografía, soy menos derivante y más tonto del pueblo. Calados los audífonos al cráneo, tarareo canciones que acompaño con rítmicos espasmos de los hombros y las mejillas. O, para memorizar dos o tres datos que hurtarle al podcast de economía para iletrados, compunjo el rictus y aprieto los puños sin dejar de andar. Estoy seguro que eso no era lo que tenía en mente la Internacional Situacionista.

4.

Cuando no ando en esa pantomima zonza, camino haciendo dos cosas: mirando ventanas o siguiendo aviones mientras escucho las instrucciones de los controladores aéreos. Esos son, si vamos a seguir cursis, los rinconcitos efímeros de la del Valle: sus ventanas y sus rutas aéreas.

5.

Por todos es conocido y cita obligatoria para quien escribe sobre salir a la calle: el ensayo de Virginia Woolf. En ese texto escrito en 1930, ella prescribía una hora del día y una temporada del año para recorrer las calles con deleite. La hora debe ser la tarde, y la temporada invierno, porque en invierno el brillo achampañado del aire y la sociabilidad de las calles son gratas. Invierno por la tarde, entonces. Aplicado y molesto –como estudiante fastidioso que pretende impresionar a la maestra– me he dedicado a componer mi propio horario grato: domingo, pasado el medio día. Aunque no es una costumbre que domine mis fines de semana –soy de los sedentarios. Sucede a veces, con muy poca frecuencia. Quizá eso contribuya a la sensación de novedad que esos paseos traen embarrada. Vacilo al hablar de paseo porque, según tengo entendido, el paseo real es el que está gobernado por la ausencia de propósito; los míos no son eso. Como decía, salgo a la calle los domingos porque tengo alguna meta muy precisa, sea el garrafón de agua que compro a una cuadra de la casa, o cumplir con la atenta invitación a comer que me hace algún pariente. Al no tener autonomía de propósito, entonces, quizá sea mejor no hablar de paseo; camino. No paseo, voy hacia algún lado. Aquí tal vez contradigo la lección que imparte la Señora Woolf. El ojo, nos explica, no es un minero, no es un buzo, no va en busca de un tesoro oculto. Nos hace flotar suavemente sobre un arroyo; descansando, haciendo pausas, el cerebro quizá dormido mientras mira. A veces sucede que la caminata, tan esporádica y asombrada, se demora en ideaciones que pretenden ser profundas y no lo son. Por fortuna: no tener capacidades mentales sobresalientes me permite acceder con facilidad al perfecto abandono de mirar ventanas en domingo.

La del Valle, obvio, no es una zona en la que abunden los rascacielos; ese genero constructivo ni siquiera sé si aplique para esta ciudad. Las construcciones verticales de mi código postal alcanzan alturas contundentes, pero para nada llegan al asombro de los veinte o treinta pisos. En estos rumbos al sur de la colonia, mas bien lo que provoca algo de pausa es la repetición. Habrá dos o tres edificios memorables –en general por cualidades negativas– pero ese no es el paisaje dominante. Acá se impone la cantidad. Muchos edificios de un puñado de pisos, levantados lado a lado, como una cerca irregular y enana. Edades y escuelas constructivas, recursos y modas de la imaginación acaudalada, ocupan las hileras de las calles; hacen sombra y han ido erradicando a las construcciones de una o dos plantas. Pero más allá de detalles estructurales o disposiciones urbanas sorprendentes, el embrujo de esta valla de cajas oblongas está en la repetición de sus ventanas.

6.

Subir escaleras requiere, en promedio, siete veces más energía que caminar en el piso plano. Desde un punto de vista fisiológico, el mejor uso del ‘esfuerzo de escalada’ es con un ángulo de inclinación de 30º y un ratio de 17 (elevación del escalón) a 29 (amplitud del escalón), nos explica el alemán Neufert en su manual. Elisha Graves Otis, inventor de robots, fundador de Otis Brothers & Co., patentó un elevador de seguridad que permitió que los elevadores –presentes en los muelles y en algunos otros entornos industriosos– se transformaran casi en enseres domésticos. En su dibujo de patente, archivado el 15 de enero de 1861, hay cinco poleas de tamaños distintos y una de ellas dentada, cuerdas, un peso marcado con la letra R y una barra con huecos que llenan los dientes de una rueda pequeña. Aparentemente ese diagrama explica el mecanismo que interrumpe la caída de un elevador que ha perdido el cable. No pretendo entender cómo funciona.

7.

Lejos quedó ya la moda de la cancelería de aluminio dorado. Es grato saber, no obstante, que todavía existen algunos ejemplares de estos triunfos de la abundancia y el oropel. Este fue un barrio de bien, parecen decir, y todavía lo es. En la planta baja del más cercano, el espacio que ocupaba un salón de belleza ahora está vacío y en renta. Esas ventanas, las de marco de oro, distraen e inhiben el abandono profundo. Con esas ventanas uno transgrede el dicho de Virginia Woolf y mira más de lo debido: el cerebro se apea de la siesta cómoda en la que lo tenía la mirada boba. Entonces adscribe presupuestos, corrupciones de la estética y las finanzas, afanes de ostentación y cierta vergüenza de los inquilinos. Prefiero los edificios más actuales: los que son buques encallados de setenta ventanas idénticas y rítmicas en las que no queda claro dónde empieza un departamento y dónde termina el otro.

8.

A partir de las ventanas, está uno a un paso de mirar aviones. Es un decir y no: la colonia del Valle tiene la peculiaridad de estar atravesada por una ruta de aproximación hacia el aeropuerto de la ciudad de México. Vecina de delegación y separada sólo por una vialidad, la colonia Nápoles es, a falta de mejor símil, la curva última donde los aviones viran para enfilarse hacia las dos pistas del Benito Juárez. Eso hace que la Del Valle Centro escuche las turbinas en el techo prácticamente a toda hora. Obstinado en descolocar el monólogo interior y entretenido mirando los reflejos del sol en los cristales, cada tanto le sigo el trayecto al aeroplano.

No mucho tiempo después de haberme avecindado en esta colonia, por casualidad y sin ganas de exagerar la coincidencia mas sin manera de comprobarlo, empecé a escuchar a los controladores aéreos. Por internet y para hacerme de algo de ruido de fondo, el escueto diálogo seguido de bastante estática prometían ser distractores adecuados. Y lo fueron por un tiempo. Pronto, sin embargo, esto siguió el camino de las aficiones improbables. Ahora, ya lo decía, menos como un derivante y más como el tonto del pueblo, camino por la calle los domingos con el cuchicheo técnico de los controladores aéreos en los audífonos, y de cuando en cuando bajo los ojos para mirar las ventas.

Como tantos otros, soy un cobarde de la aeronáutica. No disfruto los vuelos ni trato de enmascarar mi terror. Sudo y padezco la menor turbulencia como sobresalto fatal. Esta intromisión en el quehacer del controlador aéreo no ha siquiera despostillado ese pavor. Mi relación con los aviones es estrictamente auditiva y pedestre.

9.

La atmósfera es una envoltura de aire que rodea a la tierra y descansa sobre su superficie, informa, poético, el manual de aeronáutica en el capítulo que refiere los fundamentos del vuelo. Muestra también una imagen de Heinrich Gustav Magnus, científico y responsable de describir el llamado efecto Magnus –crucial para la aviación y los deportes de pelota porque aparentemente describe los movimientos de un cilindro por el aire; no pretendo fingir que entiendo. Usa Magnus, en ese retrato, el mismo corte de pelo que Byron o que el joven Napoleón: el pelo de las sienes dirigido hacia la frente. En Gran Bretaña guardan con celo estas comunicaciones; desde 1942 está prohibido por ley hacer público su contenido. Las nubes son indicadores visibles y con frecuencia señales de climas futuros, continúa el manual. Para los pilotos, la cumulonimbus es quizá el tipo de nube más peligroso.

10.

Los controladores aéreos que dan servicio al aeropuerto de la capital tienden a ser ecuánimes y escuetos; son, como era de esperarse, formales y trabajosos para la gracia. No así algunos argentinos, más proclives al reclamo airado y la broma punzante. Los chilenos eran muy similares a los mexicanos, aunque intercambiaban la formalidad por una cordialidad alegre. Generalizo, claro, y por obvia cercanía escucho casi todo el tiempo la frecuencia mexicana. No desperdician palabras, los nuestros. Apenas alguna vez escuché a uno de ellos preguntar si en “alguno de los dos 727 irá Eduardo”. Lucia y Mateo son palabras frecuentes en voz de los controladores aéreos. Ambas refieren a puntos específicos en las cartas de navegación. A los aviones los dirigen hacia allá, para que vayan descendiendo y desacelerando, y formando una hilera que ni esté muy cerca ni demasiado distendida. Los controladores aéreos dan la instrucción y los pilotos la repiten. El sonsonete es reconfortante y estable: su diálogo es todo fórmula e imperativos amables. Hablan de velocidad –200 o 220 nudos–, y mencionan que hay helicópteros a la redonda. Hablan del clima y también repiten ciertos códigos con los que ya me siento fonéticamente familiar pero cuyo significado sigue tan impreciso como al inicio.

Tan arbitrario hallar solaz geográfico en la frecuencia de comunicación aeronáutica como hacerlo en la escucha de los altavoces en el supermercado que está a tres cuadras de mi casa. No obstante la arbitrariedad –el que esté libre de obsesiones absurdas dé un paso al frente–, debo decir que la figura del controlador aéreo resume más de una de las pesadumbres que nos acongojan. Encomendado a guiar toneladas de metal y combustible por el aire, es incapaz de ejercer su voluntad sobre esas máquinas –da instrucciones, aconseja y espera que el piloto tome las decisiones razonables. Impone un orden teórico –frente al radar, hablando en clave por el radio– y espera. Y aguanta vara hasta que el rombo o el triángulo que ha seguido casi sin parpadear por la pantalla toca con todas las llantas una de las dos pistas del aeropuerto.

Esta es, si he de ser específico, una de esas relaciones en las que la comprensión no es importante. De ser ruido de fondo pasó a ser la conversación en la que participo por idealización. Pero no me engaño. Sin que medien explicaciones ni ficciones mayores, el lugar ideal ignora a quienes lo asumen como tal. Mañana cierra la cantina aquella, la banca del parque termina convertida por un tiradero de basura. El encanto se revela efímero y, peor aún, incontrolable; justo eso que considerábamos más cercano resulta inaccesible, ajeno. La conversación entre los aviones que sobrevuelan la colonia y los controladores aéreos me ignora. Tan idealizado que lo tenía; nomás el nombre: “lugar ideal”.

(Pablo Duarte)